Desde que vivía en mi querido Tamayo, siendo un católico practicante, siempre sentí una pasión especial por la música, no sólo la que solíamos cantar (y que todavía recuerdo, aunque ya no asisto a la iglesia) en mi grupo de Pastoral Juvenil, o en las misas de domingo, sino también por la que interpretaban los miembros de la iglesia evangélica.
Mi primera influencia fue mi hermanita menor, que sin ser evangélica, asistía regularmente a los cultos y llegaba a mi casa toda efusiva y cantando los temas que había escuchado allí.
Luego vendrían otros amigos también evangélicos con los que compartí algún curso en mis años de liceo. Para rematar, el octavo lo hice en el colegio evangélico de mi pueblo y ya podrán imaginar.
Bueno, en estos últimos meses (irónicamente, porque esta columna es un poco la antítesis de lo que planteo ahora) he recibido más descarga de música cristiana que la que he recibido en toda mi vida.
Dos razones: mi compañera de labores, Raysa Corporán (quien por demás canta bellísimo) también es cristiana y se la pasa cantando y otro nuevo amigo, Roberto Rubiera, también me habla mucho de ese tipo de música. A propósito de esto, debo decirles que he conocido la música de Marcela Gándara (iré mañana a su concierto), Jesús Adrián Romero, Marcos Witt, Egleyda Belliard, Nancy Amancio, Lilly Goodman y muchos otros. Bueno, mi favorita es una canción que escuchaba en mi pueblo, de una cantante de nombre Wanda Batista, que se titula Visión celestial, la tengo en mi ipod, en mis dos computadoras: casa y trabajo y concluyo con una confesión: amo la música cristiana. En serio…