Ñoñeces, memeces, sandeces

Ñoñeces, memeces, sandeces

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
El poeta y novelista norteamericano John Updike creía que la novela era un género literario que procedía «de dos fuentes: los escritos históricos y las cartas». A cualquier cosa que Updike haya dicho sobre la novela debemos prestarle la mayor atención. En primer lugar, porque se trata de un escritor contemporáneo, nacido, criado y educado en los Estados Unidos y, además, de un académico graduado por la Universidad de Harvard. Quiero decir que vivió y se desarrolló en una sociedad compleja, avanzada económicamente; también que es persona con extensa cultura, literaria y artística.

Updike asistió en Inglaterra a la Escuela de Dibujo y Bellas Artes de Ruskin; y fue miembro del equipo de redacción de la famosa revista The New Yorker. Más importante aun es que Updike puede apartarse momentáneamente de los saberes académicamente adquiridos, para mirar con sus propios ojos el mundo de hoy.

La influencia que el cine y la televisión ejercen hoy sobre el público en general, afecta al mismo tiempo a los escritores, sean novelistas o no. Las películas transcurren en un continuo visual, acompañadas de diálogos, música, gritos y ruidos. Una película es un «concentrado» de acciones humanas que, por el camino de ojos y oídos, va «vaciándose» en el espectador hasta formar parte de su intimidad. El flujo del cine obliga a la «naturalidad» o espontaneidad que no siempre existe en el teatro. Las frases de los parlamentos son cortas, directas, simples y dinámicas, porque deben funcionar como ingredientes de un tránsito artístico e intelectual. Es obvio que encima de los «escritos históricos y las cartas», que son antecedentes generales inmediatos de la novela, hay que colocar al cine y a la televisión, unas técnicas de comunicación que han modificado nuestras formas de percepción de lo narrativo. El novelista de nuestros días ha de contar con los periódicos gráficos, las historietas ilustradas, el cine y la TV.

Pero estos asuntos atañen solamente al tono de la escritura, al tiempo y al ritmo de la composición narrativa, a las posibilidades de penetrar en almas ajenas, en hipotéticos lectores. No tienen nada que ver con los temas de los relatos, ni con la historia remota del arte narrativo. En el siglo XIV el infante Juan Manuel escribió el Libro de los ejemplos, que se conoce con el nombre de El conde Lucanor. Esta obra es precursora importante de las técnicas novelescas, de las posteriores artesanías para contar sucesos. Digamos, a manera de resumen escolar: hemos tenido novelas de ejemplos de conducta, novelas de caballería, novelas picarescas, novelas «de capa y espada». A ese grupo pertenece la historia de Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, según el lingüista Umberto Eco; y muchas otras variantes modernas: novelas de costumbres, de retratos psicológicos, de conflictos sociales, de aventuras infantiles, policíacas, de terror, de ficción científica, de introspección personal, de experimentación formal. En las novelas actuales más populares ya no aparecen caballeros andantes, ni pícaros a la antigua, ni espadachines, ni amores frustrados, ni apólogos moralizantes.

Los protagonistas de las novelas en boga en nuestros tiempos son, casi todos, «antihéroes». Los poemas homéricos, en cambio, son composiciones épicas en las cuales los «héroes» representan las virtudes de sus pueblos respectivos. Esos héroes reforzaban el orgullo colectivo de teucros y de aqueos. Las epopeyas de la antigüedad no son propiamente novelas, pero son narraciones que a veces transmiten el carácter de los héroes, sus talentos y habilidades. Odiseo, «fecundo en ardides», decidió con la estratagema del caballo hueco, el curso de la prolongadísima guerra de Troya. La astucia de Odiseo es la manifestación primitiva o elemental de la inteligencia humana. Muchos siglos después de la muerte de Homero, los filósofos griegos empezaron a entrever otras modalidades de la inteligencia distintas de la astucia. Platón ejercita el pensamiento y retuerce la inteligencia con la esperanza de alcanzar la «ciencia», el conocimiento abstracto, un tipo de sabiduría superior a la astucia. El género novela, pues, ha hecho un largo viaje por la historia literaria. Primero fue considerado un género ligero, maligno y hasta dañoso. (Don Quijote enloqueció al leer novelas; Madame Bovary destruyó su vida por la misma causa; en los virreinatos de la América colonial fueron prohibidas). Después, llegó a ser el género preferido por las multitudes alfabetizadas de las grandes ciudades europeas. De las novelas por entregas, en folletón, hemos pasado a los libros de bolsillo, los paper-backs de tirajes enormes, los «culebrones» interminables de la TV.

Los protagonistas de las nuevas novelas son –por su conducta– lo contrario de los héroes tradicionales. Luchan únicamente por su propio interés o por motivos espurios. Muchas de las novelas de hoy podrían calificarse como «de traición y asesinato». Rufianes, prostitutas, criminales, psicópatas adoradores de la violencia, pululan en las páginas de la novela novísima, siempre nueva, haciendo honor a la etimología de su nombre, frívolo, diminutivo, omniabarcante. Políticos vulgares y encanallados, traficantes de drogas, militares represivos, asaltantes audaces, espías internacionales, son antihéroes que han tomado el lugar del flaco caballero andante que inauguró la novela moderna hace cuatro siglos. El balazo «vende» más que el sollozo, la tortura es, al parecer, más atractiva que la caricia tierna, las aberraciones sexuales son mucho más emocionantes que los «aburridos» amores normales. Se nos dice que el público de hoy exige «platos fuertes», si no alienantes al menos desquiciantes. Se sugiere que las viejas novelas están elaboradas con tres elementos pasados de moda: ñoñeces, memeces y sandeces. No debe haber héroes, puesto que tampoco debe haber hadas madrinas, ni «ejemplos» de templanza, ni esclarecimientos sociales o psicológicos. ¿Es de las propias estructuras de la sociedad actual de donde surgen las materias primas de la «nueva» novela? ¿O es la nueva novela que influye sobre los hábitos sociales, a través del cine y de la TV? Preguntar si las obras de ficción que operan sobre las realidades históricas –en una época llamada ‘de alta tecnología’–, podría acarrearnos la misma triple descalificación que se aplica a las novelas antiguas: ¡ñoñeces, memeces, sandeces!

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