Normalización de la tortura

Normalización de la tortura

Uno de los signos más perturbadores de los tiempos que vivimos es la normalidad con que se acepta discutir hoy un tema considerado tabú desde el momento mismo en que se consagró la dignidad humana como valor supremo universal: la tortura.

La más reciente muestra de esta inquietante tendencia contemporánea la encontramos en la admisión del ex presidente George W. Bush de haber autorizado torturar al paquistaní Jaled Sheik Mohamed y en su justificación general de unos  interrogatorios mediante la técnica del ahogamiento simulado (“waterboarding”) que, según él, “ayudaron a desbaratar planes para atacar instalaciones de la diplomacia norteamericana y otros objetivos dentro de Estados Unidos”.

Lo que esto evidencia es que ya la tortura no es el secreto obsceno más interno de los cuerpos de inteligencia y seguridad de las potencias, eso que se lleva a cabo de modo velado porque es efectivo pero que nunca se admite en público, sino que es algo absolutamente normalizado, que se practica abiertamente y sin tapujos y que se admite incluso de modo público al más alto nivel. Hay quien diría, como el filósofo esloveno Slavoj Zizek, que “los que no defienden la tortura en forma abierta, pero la aceptan como un tema válido de debate, son más peligrosos que los que la aprueban de modo explícito: en tanto que –en este momento, al menos- la aprobación explícita sería demasiado perturbadora y por ende rechazada, la simple introducción de la tortura como un tema válido nos permite considerar la idea con buenos ojos y conservar la conciencia limpia a la vez. ‘Por supuesto que estoy en contra de la tortura, pero no le hace daño a nadie que sólo la discutamos’”.

Pero lo cierto es que colocar como tema de debate la legitimidad de la tortura, aunque sea sólo en casos excepcionales donde peligren miles de vidas de inocentes, es el paso previo a la defensa pura, simple y abierta de la tortura. Y es que los campos de exterminio nazi no hubiesen sido posibles si no hubiesen sido precedidos por cientos de libros, congresos científicos y polémicas intelectuales acerca de la superioridad racial de los arios y la necesidad de exterminar aquellas vidas que no valía la pena que vivieran.

No me imagino a ningún sacerdote católico defendiendo abiertamente la pedofilia. Todo el mundo sabe que abusar sexualmente de los niños está mal y que bajo ninguna circunstancia se puede justificar tal crimen. Como afirma Zizek, “la moralidad nunca es una cuestión de conciencia individual; solo prospera si se apoya en lo que Hegel denominó el ‘espíritu objetivo’ o la ‘sustancia de los mores’, el conjunto de reglas tácitas que constituyen la base del comportamiento del individuo, y que nos dicta qué es aceptable y qué no lo es. Por ejemplo, el signo de progreso en nuestras sociedades reside en que ya no es necesario presentar argumentos contra la violación: es ‘dogmáticamente’ obvio para todo el mundo que la violación está mal, y todos sentimos que incluso argüir contra ella estaría de más.

Si a alguien se le ocurriera defender la legitimidad de la violación, sería lamentable que pretendiéramos demostrar lo contrario: si lo hiciéramos quedaríamos descalificados de inmediato y haríamos el ridículo. Y lo mismo debe ser válido para la tortura”.

Con la defensa abierta de la tortura y con su legitimación aún sea en circunstancias excepcionales, incluso con autorización judicial -como pretende Alan Derschowitz- y solo contra ciertas personas a quienes se considera “no-personas” –como postula el Derecho Penal del enemigo-, simple “homo sacer” (Agamben), vidas que pueden ser sencillamente eliminadas sin responsabilidad penal para los asesinos, el poder quiere romper nuestra escala ética y anular nuestra sensibilidad moral intuitiva, forjada en un paulatino desarrollo de la civilización desde las cavernas, pasando por la Inquisición, hasta llegar al genocidio nazi y las guerras sucias iberoamericanas. Cada vez que se defiende o legitima la tortura perdemos una parte esencial de nuestra identidad colectiva y de lo que nos hace seres humanos dignos. Ante esta obscena racionalización de los tratos crueles, inhumanos y degradantes, solo nos queda concordar con Heidegger cuando enigmáticamente declaró a la revista Der Spiegel: “Solo un Dios puede salvarnos”.

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