Lo heredé de mi padre, Bienvenido Gimbernard, de quien hubiese deseado heredar más cosas, buenas y malas. Es que él era (murió en los albores de los años setenta) un furibundo antinorteamericano que sufrió dos intervenciones militares de esos vecinos indeseables, que no vemos la hora de que se muden más lejos (decía) y se dolió mucho de nuestro desorden, de nuestra falta de patriotismo, de ese escepticismo emponzoñado que nos hacía sentir inferiores a esos rubios WASP (blancos anglo-sajones-protestantes, por sus siglas en inglés) entre los cuales, justo es tenerlo en cuenta, hubo y hay de todo, aunque en sus invasiones los jefes de sus tropas persistan en preferir una vanguardia de razas inferiores incorporadas a sus cuerpos militares.
Los asesores culturales estadounidenses instalados aquí durante la ocupación del 65 se equivocaron al creer que facilitándome un trabajo en USA, con el argumento de alejar a mi esposa y tres hijos pequeños de una situación confusa y peligrosa, estaría yo dispuesto a manifestar que la intervención norteamericana había salvado al país del comunismo. Me habían propuesto posiciones en Florida y en Georgia. Las rehusé. Entonces audicioné en Dallas y fui aceptado como Concertino Asociado por un jurado presidido por altas autoridades de la Sinfónica.
El importante diario Dallas Morning News y otros, destacaron la noticia de este dominicano que escapaba del comunismo, a pesar de que al responderle a los periodistas que me aguardaban en el aeropuerto Dallas-Fort Worth, respondí a la pregunta de ¿Cómo se siente al llegar a territorio norteamericano? diciendo: Igual que se sentiría usted si invaden Estados Unidos.
Por supuesto, el reportaje omitió mis opiniones.
Pero el pueblo me trató muy bien. Confundido con el tema del comunismo, se había creado un inocente grupo de ayuda. Nos habían rentado un apartamento en Druid Lane, cerca de la Universidad de Dallas, donde estaba o está el imponente McFarlin Auditórium, sede de la Sinfónica.
El apartamento estaba engalanado con flores y las despensas rebosantes de latería. A la congeladora no le cabían más steaks, pollos, ingredientes para tacos mexicanos.
Los hijos llegaron a odiar los desayunos de sándwiches de mantequilla de maní y mermelada que teníamos allí en cantidades industriales.
Existen enormes masas de norteamericanos fáciles a apiadarse de gente que según les dicen- carecen de todo.
Pienso en ellos los sencillos Ransmeier de New Hampshire tan cariñosos. Las aristocráticas familias de Boston rememorando el británico tea con biscuits de las cinco de tarde. Inocencias y engaños.
He sabido de muchachos rurales que conocí, devotos de su bandera estrellada, que cayeron destrozados en parajes remotos de impronunciables nombres, creyendo, en trágico error, que servían a nobles intereses.
Es que el pueblo y el Gobierno son dos cosas muy diferentes, y aunque admire valores del pueblo, mi antinorteamericanismo está dirigido a la conducta del Gobierno estadounidense, que engaña a su pueblo haciéndole creer que su país está en el derecho de invadir a cualquier otro por su bien.
Elevamos el corazón hasta los patriotas que cayeron aquí, sin confusiones, defendiendo una idea de patria, de justicia y de progreso, sobre todo moral.
Un sueño honesto y factible.
Aunque difícil.