Nosotros, los que amamos la enseñanza

Nosotros, los que amamos la enseñanza

Ame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes. Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren. No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que enseñé.

Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes. Dame que alcance a hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y a dejarte en ella clavada mi más penetrante melodía, para cuando mis labios no canten más.

Muéstrame posible tu Evangelio en mi tiempo, para que no renuncie a la batalla de cada día y de cada hora por él.

Pon en mi escuela democrática el resplandor que se cernía sobre tu corro de niños descalzos.

Hazme fuerte, aun en mi desvalimiento de mujer, y de mujer pobre; hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida.

¡Amigo, acompáñame! ¡Sostenme! Muchas veces no tendré sino a Ti a mi lado. Cuando mi doctrina sea más casta y más quemante mi verdad, me quedaré sin los mundanos; pero Tú me oprimirás entonces contra tu corazón, el que supo harto de soledad y desamparo. Yo no buscaré sino en tu mirada la dulzura de las aprobaciones.

Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana.

Dame el levantar los ojos de mi pecho con heridas, al entrar cada mañana a mi escuela. Que no lleve a mi mesa de trabajo mis pequeños afanes materiales, mis mezquinos dolores de cada hora.

Aligérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he corregido amando!

Haz que haga de espíritu mi escuela de ladrillos. Le envuelva la llamarada de mi entusiasmo su atrio pobre, su sala desnuda. Mi corazón le sea más columna y mi buena voluntad más horas que las columnas y el oro de las escuelas ricas.

Y, por fin, recuérdame desde la palidez del lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente sobre la Tierra es llegar al último día con el lanzazo… en el costado ardiente de amor. Gabriela Mistral

Ya lo he dicho, ya lo he escrito. Fui maestra antes de haber nacido.  Decidí que mis canas nacerían en el aula y que los quebrantos del otoño existencial me llegaran parada, al filo de la docencia, frente a los jóvenes.  Hace más de cuatro décadas que comparto las inquietudes, las aspiraciones y los desvelos de los adolescentes, y ese intercambio ha sido el mayor y más eficiente elíxir para alcanzar la eterna juventud.  Llenar mi corazón con sus angustias y sus sueños, me obliga a renovar mis esperanzas y mi convicción de que sólo con ellos se puede construir  el futuro.

He sido privilegiada de ser maestra. Fue una opción de vida que ha llenado mis días.  A veces, cansada del trajinar de cada día, no tengo fuerzas para caminar hasta el aula. Sin embargo, cuando abro la puerta y veo sus caras, se llena de alegría mi alma.  Al comenzar a hablar, y  ver cuando sus ojos se iluminan al descubrir algo que desconocían, mi energía vital se renueva, y el tiempo pasa sin darme cuenta.

Con el tiempo, aprendí que amar la enseñanza es saberse eternamente aprendiz.  Como bien dijo Richard Bach, todos somos aprendices, hacedores y maestros.  Entendí que quizás tenga más experiencias que ellos, pero ese grupo de jóvenes sentados en sus butacas no son entes pasivos y vacíos que acuden a llenarse. No, porque el verdadero acto de educar es en el diálogo fructífero, libre y de doble dirección; en el cual los estudiantes escuchan y aportan, y el profesor, enseña simplemente a aprender.  Después de largas décadas de insufribles discursos-monólogos, producto de mi concepción de que el maestro era el que sabía, comprendí que algunos de ellos, los que suponía vacíos de conocimientos, podían saber más que yo de algunas cosas. Cuando me reconocí limitada, vulnerable, aprendiz y parte de un todo, me convertí en mejor maestra.  Ahora puedo llegar a las aulas confiada de que si algo se me ha escapado, no tengo temor ni vergüenza de aceptar que no tengo la respuesta adecuada ni correcta.  Me siento segura de que el conocimiento cambiante es un desafío constante, desafío que se hace más interesante cuando es compartido, cuando juntos buscamos las respuestas y las verdades, a sabiendas de que serán temporales, porque mañana habrá nuevos caminos desconocidos que tendremos que recorrer. Soy maestra porque creo en la educación como acción transformadora de la sociedad. Soy maestra porque al mismo tiempo que enseño, aprendo.

Soy maestra porque renuevo mi alma, con la energía interminable de la juventud.

Soy maestra porque entiendo que yo fui como ellos, los jóvenes: desafiante, prepotente y testaruda.  Soy maestra porque tuve maestros que me enseñaron con amor y fortaleza la necesidad de sentirme eternamente aprendiz, y a reconocer en el otro verdades y virtudes. Hoy los recuerdo con cariño.  Sirvan estas palabras para agradecerles desde lo más profundo de mi corazón:

Pedro Pichardo, el único que me hizo llorar y con mis lágrimas, cambiar. Gracias a él me reconocí finita, vulnerable y llena de defectos y virtudes.  Carlos Dobal y Adriano Miguel Tejada porque en sus clases descubrí la pasión por la historia. Amarilis de Zapata me enseñó la cooperación desinteresada y comprometida por una enseñanza de calidad.

Ruggiero Romano el maestro menos maestro de mi formación, pero con sus rabietas y críticas mordaces aprendí el oficio de historiar.

A ellos, y a los otros que no puedo mencionar, GRACIAS. El ejemplo de ustedes me ha mantenido atada a las aulas por más de 40 años.  Y, como ustedes, anhelo y añoro los abrazos de los jóvenes agradecidos.

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