Nostalgia de una justicia mayor

Nostalgia de una justicia mayor

JOSÉ LUIS ALEMÁN S.J.
Algunas veces vive uno una serie de experiencias convergentes hacia algo con lo que se venía ocupando más bien inconscientemente y que de repente un hecho inesperado obrando como catalizador de inquietudes manifiesta con toda claridad.

El sábado 23 de abril la muerte de Oscar Cañizares y el recuerdo de muchas conversaciones con él sobre la manera de ser de los jóvenes de hoy y sobre cómo contribuir a que lleguen a ser personas preocupadas por el futuro del país en su papel político, familiar, moral y ambiental me permitió percibir algo de lo mucho que nos unía. La experiencia de su sepelio en Santiago de los Caballeros al que de modo espontáneo acudieron centenares de estudiantes de bachillerato y universidad y de sus padres afligidos hasta las lágrimas porque habían perdido a un auténtico guía me emocionó porque me hizo vivir la importancia de una persona para otras muchas.

Tal vez lo que más nos ocupaba era la nostalgia de una justicia mayor título de un cuaderno que esa misma noche cayó en mis manos autoría de Antoni Blanch sobre Brecht y Camus. Hablemos pues de una justicia civil y otra trascendental con ocasión del deceso de Cañizares y de lo que fue su deseo.

JUSTICIA MÍNIMA

De las muchas cosas que llamamos justicia me detendré en dos: la justicia «mínima» en el sentido de que sin ella no es posible una convivencia humana y la «máxima» búsqueda de dar a cada quien no sólo lo que el derecho positivo le concede sino la que hace justicia a la naturaleza de la humanidad.

La justicia mínima aparece en el marco de una ética civil y abarca las leyes y costumbres suficientes para mantener la paz comunitaria sin apelar a convicciones morales o religiosas más íntimas. Esta justicia es básicamente aceptable por todos y cubre los principales conflictos que enfrenta una sociedad. Su motivación está en el vivir y dejar vivir.

Históricamente esta justicia evoluciona a medida que la sociedad se va transformando tecnológicamente y va abriéndose por fuerza o espontaneidad a otros grupos sociales e incluso a otras concepciones sociales. A lo más que aspira es a formular derechos humanos válidos para una inmensa mayoría de miembros, no para todos –esta pretensión sería hermosa pero irreal- ni menos aún para todos los tiempos y culturas.

Esta justicia civil puede ser eficiente en el sentido de su cumplimiento sustancial cuando los ciudadanos aceptamos sus regulaciones por estar enraizadas en las costumbres o en las normas vigentes de conducta. Las normas del derecho comercial, por ejemplo, son acatadas porque los negocios de todo tipo se regulan por él y porque tenemos la expectativa de que cuando éstos contravienen la ley existen posibilidades reales de castigar su infracción y de restablecer lo sancionado por el derecho o las costumbres.

De la esencia de esta justicia es reducirse a los mínimos imprescindibles para convivir.

b) La justicia máxima, en cambio, se da a veces entre esos mismos ciudadanos cuando experimentan nostalgia de una concepción de la justicia éticamente mucho más exigente porque quiere integrar los valores morales y espirituales trascendiendo el campo de reglas de convivencia sometidas al juego de los poderes económicos y hasta espirituales vigentes en un tiempo dado. Veamos algunos casos de divergencia entre la justicia positiva y la trascendental.

Conflictos de fidelidad. Sófocles en «Antígona» presenta el enfrentamiento entre un rey legislador que ha prohibido enterrar los soldados muertos en el asalto a una ciudad, y una princesa que quiere rendir culto al cadáver de su hermano. Por fidelidad a esta ley la princesa decide contravenir la disposición real y enterrar a su hermano. La gravedad del conflicto entre ambas leyes puede ser grave. Los hermanos Macabeos del Antiguo Testamento o los mártires religiosos ofrecen otro caso de conflicto.

Conflicto de desproporción. Hay atrocidades históricas, como el holocausto que sufrió el pueblo judío, para las que no existe compensación positiva proporcionada. Un sentimiento profundo de justicia exige vivir precisamente ese genocidio como impulso apasionado de hacer justicia a las víctimas y de condenar sistemas políticos deshumanizantes. Horkheimer, filósofo de la escuela crítica de Frankfurt, de quien fui discípulo, pedía que la memoria del holocausto se convirtiese en una resistencia moral que dificulte que los verdugos de la historia lleguen alguna vez a triunfar sobre sus víctimas inocentes. Lo mismo pediría, aunque obviamente a escala reducida, para el asesinato colectivo causado por el atentado terrorista a las torres de New York.

El respeto y compasión para el pobre y el opresor. No hace falta tener ninguna fe marxista para confesar que una parte importante del derecho civil

discrimina de hecho contra el pobre y contra el criminal. Me resulta más fácil comprender la inmoralidad del pobre –el famoso robo de la gallina- que el del criminal: ¿se puede exigir honradez y decencia a gentes que no tienen nada que comer? ¿Quién es el culpable del mal que pueden cometer: las bailarinas o los espectadores ricos? Pero también el criminal tiene no sólo sus derechos –el nuevo Código Penal nos lo recuerda- sino su dignidad humana y su convertibilidad. Jesús en la cruz absolvió al «buen» ladrón corrigiendo la implacable maquinaria judicial por su misma condición de ser humano. La justicia soñada incluye una comprensión franca de la debilidad humana y de las contradicciones del ser humano que exigen perdón y compasión.

LA JUSTICIA MÁXIMA

La manera sencilla de comprender la nostalgia del alma humana por una justicia mayor la ofrecen algunas situaciones límites que la vida presenta a muchos: ¿puede una causa justa justificar la violencia? ¿puede librarse la persona que cree en su causa del dogmatismo de un sistema de verdades absolutas? ¿puede exigirse al militante social que arriesgue todo su tiempo, su salud y su vida para atender a los pobres? ¿el mundo de los negocios es compatible con la bondad integral y la generosidad?

a) La posibilidad de luchar violentamente por una causa noble en el campo social procede de la tendencia a la eficiencia. Con posturas dramáticas y conductas paternalistas no se desmontan estructuras económicas y sociales injustas. La integración a la lucha por medios legitimados por la justicia mínima, por ejemplo huelgas, y alianzas con sindicatos, provoca fácilmente una reacción de los empresarios que desata el desempleo de los activistas y agrava la situación de los pobres. La reforma de las estructuras por la política no es muy prometedora en un ambiente acostumbrado a la compra y venta de favores.

Ingenuamente tal vez se cree que la solución puede estar en la lucha violenta. La pregunta moral es conocida: un fin bueno como la urgente reforma social para beneficio de los injustamente oprimidos ¿puede llegar a justificar medios de suyo inhumanos como el uso de la violencia? ¿puede el resquemor y la frustración por la inutilidad de otros medios pacíficos recomendar al humanista la adopción de una violencia generalmente no compartida por los excluidos de la sociedad? ¿pueden ofrecer partidos políticos totalitarios, que tal vez intentan la justicia, respetar al ser humano? ¿pueden los vivos ser libres sobre miles de cadáveres?

Negar la violencia manteniendo la causa de la justicia reduce al que busca la justicia honestamente o a vivir con y como los desamparados o a aprender a vivir aguantando asperezas y manteniendo en el corazón el dilema del odio y del amor.

b) Los creyentes en causas nobles corren el peligro de absolutizar sus verdades y, lo que es más grave, de convertirse en inquisidores contra quienes piensan de otra manera. La historia de las religiones y de las revoluciones, desde la francesa hasta la rusa, testifican estas tendencias: el socialismo es científico y no tolera vivir con la ignorancia, lo mismo sucede con el catolicismo de derecha y con el islamismo fundamentalista incompatibles con el error o con la maldad y por lo tanto –trágica conclusión- negadores del derecho de sobrevivir o de actuar de quienes piensan de otro manera.

El heroísmo de quien prefiere morir por estar convencido de sus ideas ¿ es compatible con dejar vivir, hablar y actuar a los demás? ¿ impone el principio sospecha sobre el grado absoluto de la verdad en la que creemos aceptar el derecho de los otros, especialmente de los tribunales políticos, a cuestionarnos o a opinar de manera contraria a la nuestra?

¿Amor a la única verdad por amor al prójimo o amor al prójimo por miedo al castigo?

c) El grado de compromiso del militante social puede ser alto pero acompañarse de pequeñeces. En la «Buena Persona de Sezuán» retrata Brecht a su heroína una prostituta marginada dispuesta a acoger a tres desconocidos llegados de improviso que la saquean, le impiden casarse con el joven que desea y la llevan a disfrazarse de hombre para que la gente no abuse de su bondad y para desprenderse de los pedigüeños. Al fin se pregunta si «para ser buenos, tenemos que disfrazarnos de malos» y sorprendida en el engaño excusa su raro comportamiento con estas palabras:

La compasión me hacía tanto daño que me transformó en loba furiosa a la sola vista de los desgraciados.

Sentía que me convertía en otra; mis dientes se transformaban en colmillos.

Y sin embargo me gustaba ser el ángel de los suburbios.

Condenadme si queréis. Todos mis crímenes los he cometido para ayudar a mis vecinos, por amor a mi enamorado y por salvar a mi hijo de la miseria.

Blanch comenta estos versos: «Brecht no está incitando directamente con esta obra a la lucha frontal contra las estructuras injustas; más bien está ofreciendo… una pintura benigna y tolerante del pueblo, aunque de ningún modo conformista con la situación,… en busca de soluciones pragmáticas, sin proponer en absoluto actitudes crispadas de lucha contra un monstruoso enemigo sin rostro».

La bondad natural del ser humano resulta compatible con pequeñas claudicaciones de autodefensa.

d) En una sociedad capitalista y competitiva donde unos guardan las normas pero aprovechan las oportunidades orientados por las ganancias puede darse la generosidad y hasta la honradez (¿puede un comerciante que pague impuestos competir con quien los evade?) que con frecuencia se impone ante el desempleo y la miseria?

Probablemente ni los héroes ni las heroínas logran a la larga practicar las virtudes humanas de la compasión y la solidaridad en el interior de tales sistemas económicos. Hay lugar, eso sí, para practicar las pequeñas virtudes de la amabilidad, la decencia o la sinceridad superando el egoísmo craso, pero hay que reconocer que tales virtudes serán siempre insuficientes para cambiar las estructuras sociales y a lo sumo inspirarán soñadas utopías bien alejadas de la dureza de la existencia.

En la «Madre Coraje» las últimas palabras de una madre ya sin hijos, formula la esperanza de la humanidad: El pobre no siempre ha de perder.

Aún sigue esperando algún milagro.

HAY QUE SEGUIR Y NO AFLOJAR.

¡De pie cristianos, llegó la primavera!

No basta, dice Blanch, una caridad de simple beneficencia; hay que combatir moralmente, resistiéndose y denunciando las causas de la injusticia social; pero entendiendo que la mayor fuerza para derrocar el egoísmo y el orgullo-causas primarias de toda injusticia-seguirá siendo el amor desinteresado de quienes se entregan a los más desheredados.

Bertold Brecht fue en su juventud miembro y defensor del comunismo alemán, para él entonces el único movimiento eficaz a favor de los oprimidos. Más tarde al comprobar su intransigencia y totalitarismo se separó de él por emplear procedimientos inhumanos. La compasión, dice un crítico, devolvió Bertold Brecht a la realidad.

EL MENSAJE DE LA JUSTICIA MAYOR

Como insinué, mal o regular, al hablar de la justicia «mínima», la que busca un modo humano de convivencia basado en leyes y costumbres, suele ser dominio de juristas y políticos atentos a descubrir cambios en las maneras de interactuar de sociedades de escala poblacional mayor y a diseñar formas estereotipadas de comportamiento que se ajusten pasablemente a las expectativas de la población.

Obviamente la Justicia Máxima apunta no a la simple convivencia pacífica, que estrictamente hablando en modo alguno debería llamarse mínima, sino a la meta de una justicia que responda a más profundas ansias de humanidad incodificables en lenguaje jurídico o en deontologías cívicas. En el sentido filológico de la palabra la Justicia Máxima es «Meta (más allá)-Física (del mundo sensible)» formulable sólo en lenguaje literario antropológico o teológico y definitivamente fruto de muy hondas experiencias sobre lo que es y lo que desearía ser la persona humana. Por esta razón abundan en este ensayo las oraciones interrogativas y no las asertivas.

Esta nostalgia por una Justicia Mayor fue un don recibido y ejercitado por el héroe de estas líneas, Oscar Cañizares amigo y compañero de años, de quien ahora escribe y ciertamente su inspirador e instigador. El ideal de Cañizares era abrir puertas a la Justicia Mayor en los estudiantes de bachillerato de término de Santiago a través de su turismo ecológico centrado en el Sur profundo que los pusiese en contacto con la naturaleza, el medio ambiente, los pobres y, más que nada, con sus compañeros, con ellos mismos diría, para arrancarlos de la banalidad de una vida hedonista carente de sentido. Fue un maestro en el arte de guiar jóvenes sin querer imponerles nada, absolutamente nada, pero ofreciéndoles un rico menú de horizontes, no de alternativas. A ellos les interesan, decía, solo posibilidades no recetas.

En realidad la Justicia Mayor pertenece al dominio de los educadores, literatos y filósofos.

Termino con el tantas veces citado Blanch: Justicia Mayor es el sueño en una justicia mucho más humana que incluye una franca compresión de la fragilidad humana y de las contradicciones de la naturaleza, así como el perdón y la compasión, junto a todas aquellas otras virtudes, grandes o pequeñas, que aseguran el valor incondicional de la libertad.

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