Me permitiría, por esta vez, romper el formato habitual de esta columna para expresar de modo particular ideas o puntos de vista que parecerán de una república surrealista. Si André Breton, animador e ideólogo, esteta del surrealismo viviera, la República Dominicana fuera el hogar ideal, estratégico, del surrealismo mundial.
Y lo cierto es que es surrealismo todo lo que vemos en materia de responsabilidades políticas y en materia de deberes o cumplimiento de elegidos.
El escándalo de la Cámara de Cuentas, por ejemplo, es el modelo típico de la inconciencia y la barbaridad ciudadana. Nadie puede creer todo lo que circula, nadie con un sentido mínimo de lo que son deberes y responsabilidades ciudadanas, con relación a un cargo público, podría ser capaz de creerlo o entenderlo.
Solo médicos, sicólogos, o psiquiatras surrealistas, podrían dar respuestas surrealistas a todo lo que vivimos, a todo lo que se informa, nadie podría creerlo.
Vivimos de barbaridad en barbaridad, de inconsecuencia en inconsecuencia, de grandes fracasos en grandes fracasos.
Pero nuestro surrealismo tiene elementos malsanos, terribles, que no tiene el surrealismo como corriente estética.
Si bien la corriente surrealista es una transformación de la realidad, donde los artistas proponen una visión del mundo con elementos de desvaríos, los artistas hacen de sus obras una proposición interesante sobre la introspección de la vida y los sueños, el surrealismo de nuestra República lo que produce son cosas repugnantes, lamentables, hechos que ponen en descrédito todo concepto de institución, porque el surrealismo aplicado a la racionalidad de los compromisos y los resultados políticos, no da resultados, porque un sistema político necesita para su buen funcionamiento la normatividad, que es lo que está roto en todos los órdenes en este país.
Pero este país es tan surrealista, en la expresión más alta de lo que el surrealismo a veces puede tener de pesadilla, que quienes ganaron las elecciones parecen que la perdieron y quienes la perdieron han logrado crear estados emocionales generales en los cuales daría la impresión de que no hubo elecciones y que el sagrado derecho de todos debe ser la depresión y el desencanto.
Eso se logra con el shock de los apagones, porque los apagones entran también en la categoría del surrealismo: estado de oscuridad que poco a poco ablanda estados emocionales colectivos, formas de castigo poblacional, en que la maldad enferma, aunque sea de modo temporal, expresa su alegría y se despide con ganas de humillar, como si las verdaderas humillaciones populares se devolvieran de este modo.
El resultado es lo que vemos: el torcimiento de una voluntad para que la inspiración colectiva no pueda ni imaginar mejores estados utópicos.
La colectividad que ha castigado, ahora en medio de un bulto burocrático, es castigada, de una forma u otra, el laberinto del padecimiento se teje como una madeja inexorable de calamidades anunciadas.
Lo que vemos es la viabilidad y la estrategia sicológica de convencer a la población de que luego de las elecciones, al final, nadie podrá arreglar nada o resolver nada. O lo que es lo mismo: es como si el intento de elegir opciones electorales no tuviera sentido, que daría lo mismo lo que está o lo que viene, dejando claro que lo que Aestá@, era Alo conveniente@: por la fuerza exquisita del desvarío a la quinta potencia de los cataclismos mentales de las repúblicas romanas, porque, señores, todo esto no tiene otra explicación lógica, sencilla y coherente.
Lo surrealista de nuestra República no es para alabar la mente, todo lo contrario, es para mirar en sus andamios y ver que está enferma y que solo produce monstruos egoístas en toda la red de responsabilidades ciudadanas.
Todo lo que ahora vivimos, eso que nos parece imposible vivirlo, tiene por finalidad crearnos una ideología de perdedores absolutos, tiene por finalidad que nos conformemos con lo peor, tiene por finalidad que no resistamos la barbarie y tengamos otras ilusiones para una vida, quizás simple, pero mejor organizada.
Si yo le llamo ahora surrealismo como sorna y cinismo, debo confesar que es apenas el mejor piropo artístico que se me ocurre.
Porque el surrealismo tiene también, como distorsión de la conciencia, sus espacios de monstruos y de traumas.
Quizás, eso es lo que debemos evitar, evitar esa zona de la conciencia del surrealismo en que se ha convertido nuestra República, debemos reivindicar del surrealismo su mejor luz, su más bello territorio, porque tenemos fuerza para ello, lo sabemos: tenemos fuerza para ello.
De lo que se trata es de que perdamos toda posibilidad de entender la democracia como una aspiración a mejor vida y mucho mejor calidad de vida. De eso se trata.
Estas pedagogías de shock que terminan creando depresiones colectivas, porque la tranquilidad cotidiana no alcanza para vivir en la mejor de la simpleza, tienden a buscar la añoranza del hombre fuerte, tienen de modo soterrado la inspiración de que el mesianismo resolvedor, nos vuelva a colocar por los senderos de ese autoritarismo áulico y Aproveedor@.
La derrota en una de nuestras cámaras de legisladores de un proyecto para investigar a la Cámara de Cuentas, debería colocar a ciertos poderes públicos en un proceso de no legitimidad, eso es lo que debiese suceder, porque eso es una burla a la población que los eligió para otros menesteres.
Eso también forma parte de esos estados insólitos que contribuyen a descreer en el avance de lo que debemos construir: la posibilidad de una democracia con cierta justicia, aunque todo esto suene raro.
Este estado surreal implica pesadilla, no sueños, implica incredulidad, fe ninguna.
Tengo la simple sospecha, de que agotar los ánimos de una colectividad sicológicamente, es una trastada política también.
En fin, se trata de resistir, de reanudar una fe que no sé si tenemos todos por igual, porque de lo contrario: la idea es que haya un suicidio colectivo, al menos mentalmente.