Nuestra cultura política y la reforma constitucional

Nuestra cultura política y la reforma constitucional

Manuel Arturo Peña Batlle, genio tutelar de nuestro pensamiento conservador, creyó en la tesis de Américo Lugo de que el pueblo dominicano no formaba una nación y menos un Estado a causa de la falta de conciencia política y de conciencia nacional, pero solamente hasta 1916, porque los ocho años de intervención norteamericana impidieron crear el portento de un Estado nacional.

Es decir, que de 1916 a 1930, lapso de apenas 15 años, era imposible que el proyecto de un Estado nacional cuajara, debido a las deficiencias señaladas no solamente por Lugo en su tesis doctoral “El Estado dominicano ante el Derecho Público”, sino por hombres como Peynado y Francisco Henríquez y Carvajal, quienes habían tratado el problema.

Mucho menos hubo posibilidad de crear ese Estado nacional bajo el gobierno del Partido Azul, pues este basó sus ejecutorias, a juicio del pensador conservador, en una ideología materialista, racionalista y atea divorciadas de la “idiosincrasia del pueblo dominicano”, fundada esta en las raíces hispánicas y el catolicismo ortodoxo.

Los planteamientos de Peña Batlle están contenidos en su conocido ensayo “Semblanza de Américo Lugo”, prólogo a la publicación póstuma del libro “Historia de Santo Domingo. Edad Media de la isla Española” (Librería Dominicana, 1952). En esta obra, manipulación e instrumentalización del pensamiento de Lugo por parte de Peña Batlle luego de su paso a las huestes trujillistas, el autor conservador planta la tesis peregrina -una una verdadera ocurrencia tragicómica-  de que el Estado nacional dominicano lo había creado Trujillo: “La única Revolución posible en Santo Domingo la hemos visto realizarse ya. Ha sido el resultado de una genuina comprensión de nuestras esencias sociales. Nadie podría desconocer hoy la indiscutible eficacia del régimen institucional vigente en nuestro país. Todo cuanto echan [de] menos  los pensadores políticos de principios de siglo en la fracasada organización política de la Nación, está ahora en viva capacidad de funcionamiento.”

Peña Batlle concluye: “Eso no se ha obtenido con los maestros de escuela, ni por vías de descentralización ficticia y teórica. El resultado social y político en que nos encontramos es, por el contrario, obra de una sola voluntad creadora, de una suprema concentración de energías, de una imprescindible concentración de tiempo y de una fe ciega en los destinos de la Nación: todo eso es Trujillo.”

¿Qué le parece?

Este es el hombre a quien nuestro pensamiento conservador y una parte de la rémora intelectual pequeñoburguesa que medra a su amparo veneran como paradigma de hondura de pensamiento y productor de conocimiento nuevo en el discurso político, histórico y constitucional del país. ¡Trujillo, creador del Estado nacional dominicano! ¡Caramba! Todo lo contrario de lo que el pensamiento de Lugo afincó en su tesis de 1916, en su carta a Horacio Vásquez de 1916, donde le reitera que por las razones apuntadas en el primer párrafo de este escrito, no constituimos una nación, sino un Estado creado en 1844 sobre un pueblo, opinión reiterada al propio Trujillo en las dos cartas de 1934 y 1936 que le dirigió para rechazar la manipulación del dictador de nombrarle historiador oficial.

¿Cuáles son las implicaciones de esa pequeña frase “Estado creado en 1844 sobre un pueblo”? Nada más y nada menos que en razón de la ausencia de cultura política y de conciencia nacional del pueblo dominicano, este no ha podido fundar una nación y, en consecuencia, un Estado construido sobre esa misma nación. Mucho menos estuvo en capacidad ese mismo pueblo, de 1930 a 1961, de construir un Estado nacional, puesto que toda dictadura es, por antonomasia, la negación de la participación del pueblo en las decisiones políticas de semejante construcción política. No solamente eso, sino que en el período que duró la dictadura toda disidencia fue castigada con el asesinato político, la represión, la cárcel o el exilio.

Todavía más: No hay Estado nacional que no se funde en la inclusión del pueblo como sujeto de derecho y en el reconocimiento de los derechos humanos, políticos, sociales y civiles que emanaron, y fueron consecuencia, de la Revolución francesa y sus conquistas a escala planetaria.

La existencia de ese Estado de derecho, con la vigencia principal de la libertad de prensa, de pensamiento, de asociación en partidos políticos, de libre asociación sindical y de libertad de cultos, es la única forma en que puede medirse la democracia, y esta es inseparable de semejante Estado nacional cuyos rasgos adicionales son la territorialización, la juridificación, el control del espacio geográfico como una extensión de la soberanía del Estado, la descentralización, el goce  de la ciudadanía, el monopolio de la violencia, la existencia de una mano de obra libre, y, sobre todo, la ausencia total de clientelismo y patrimonialismo. Esta ausencia se mide por el castigo condigno para quien ose apropiarse de los bienes públicos, para provecho propio, de sus familiares y amigos o utilizarlos y repartirlos entre partidarios y amigos como forma de reproducirse en el poder.

Ese “Estado” trujillista definido por Peña Batlle como una vasta federación de servicios, se vino abajo con la desaparición de su único usufructuario: Trujillo y un grupito de familiares y amigos a quienes, por su voluntad omnímoda, enriquecía. Desde aquel 30 de mayo 1961 hasta hoy lo que nos ha quedado es todavía un Estado más caricaturesco que el descrito por Lugo; la misma miaja abortiva de la nación que no vieron los pensadores políticos de principios del siglo XX; un sistema político de impunidad para quien deprede el erario; la continuidad de las reformas constitucionales para adaptarlas al inquilino de turno del Palacio, de modo que se adapte a su estrategia de conservación del poder. Es en ese sentido que, como lo señalaba el propio Peña Batlle en otro trabajo, nuestras Constituciones han sido letra muerta, porque no han sido nunca el fruto de una cultura política real, sino de la voluntad de poderes mayores a los de ese embrión de pueblo desorganizado, caótico, clientelista y patrimonialista, única cultura en la cual ha aprendido a sobrevivir, a fuerza de malicia.

Debido a esas mismas razones señaladas por Peña Batlle, por Lugo, por Balaguer, quien la elevó a categoría de Estado con su célebre frase: La Constitución es un pedazo de papel,  la actual reforma constitucional no pasará de ser un simple pedazo de papel. El artículo 30 que penaliza el aborto creará un mercado clandestino y veremos, sin terror, como algo muy natural que el padre preñe a la hija y que ese mismo progenitor sea el abuelo de su propia prole, y esta última, hija o hijo, y nieto o nieta, de su propio padre, y hermana o hermano de su propia madre. En nuestro país, Edipo rey se quedó corto. Y los legisladores y legisladores se han hecho los pendejos con el fin de lograr sus fines políticos: la reelección.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas