Nuestra peor pobreza

Nuestra peor pobreza

La muerte de al menos 134 reclusos de la superpoblada cárcel pública de Higüey, por causas que toca establecer sin dejar dudas, a las autoridades nacionales, demuestra que nuestra peor pobreza no es esencialmente material.

Lo primero que delata la naturaleza de esa pobreza es el hecho de que el de la cárcel de Higüey es el quinto caso de muerte masiva en la historia penitenciaria del país, a contar desde 1993.

Eso significa que reincidimos descaradamente en la barbaridad del hacinamiento, en la corruptela que facilita la introducción de armas de fuego a una cárcel y en la irresponsabilidad de no propiciar una evacuación bajo pretextos baladíes.

Debe haber mucha pobreza inmaterial en un país que el 14 de agosto de 1993 vio morir a 14 menores de la Casa Albergue de Cristo Rey, pero cuyas autoridades carcelarias evadieron su deber de prevención hasta el grado de que dos años más tarde, el 8 de agosto de 1995, perecieron carbonizadas siete jovencitas del Instituto Preparatorio de Villa Consuelo.

Como si fuera poco, en otro incendio ocurrido en el penal de La Victoria el 18 de marzo del 2000 murieron doce reclusos, y el 24 de agosto de 2001, dos presidiarios murieron y otros trece resultaron heridos en otro motín en la cárcel pública de La Romana. Ninguno de esos antecedentes motivó medidas adecuadas y el 20 de septiembre del 2002 murieron 31 reclusos, entre ellos dos menores, en un incendio en la cárcel de la fortaleza La Concepción, de La Vega. Que conste que solo hemos citado los casos más sonados de tragedias de este tipo.

-II-

Es una verdadera lástima que la muerte de estos 134 reclusos haya servido para ponerle sello de veracidad al informe divulgado hace una semana por el Departamento de Estado, en el que se afirma que las condiciones de las cárceles dominicanas pasaron de malas a infrahumanas en determinado período.

Aparte del hacinamiento, que es común denominador en nuestras cárceles, en estos sucesos trágicos ha primado un elemento que desnuda toda la irresponsabilidad que predomina en el manejo de nuestras prisiones. En ninguno de los casos reseñados, ningún alcaide o custodia ha puesto por delante la solidaridad humana suficiente para facilitar que, en caso de riesgo inminente para la vida de los reclusos, éstos pudiesen ser salvados de morir calcinados.

Definitivamente, debe haber mucha pobreza inmaterial en un país cuyas autoridades no han sido capaces de concebir un régimen penitenciario acorde con los tiempos modernos y con los avances que, indudablemente, se han logrado en el Poder Judicial. Un país cuyas autoridades hablan de involucrarse en grandes proyectos materiales, pero se olvidan de que hay que preservar la integridad de los presos y humanizar las condiciones de las cárceles, tiene, definitivamente, una inmensa pobreza.

Debe quedar claro que si por la tragedia de Higüey hay que culpar, como alegan algunas autoridades, a miembros de dos bandas que se enfrentaron a balazos, necesariamente hay que castigar a quienes permitieron el ingreso de esas armas y dejaron que grupos controlaran sectores de la cárcel, haciéndose de la vista gorda por todo cuanto estaba ocurriendo. Que se investigue, y que Dios nos libre de exhibir más pobreza a la hora de servir los resultados de esa investigación.

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