MARIEN ARISTY CAPITÁN
Amelia era una niña feliz. Obediente, siempre dispuesta a ayudar, era la alegría de su familia. Con once años, y una tremenda pasión por los estudios, todos pensaban que sería una gran profesional.
Su destino, sin embargo, se tronchó un día en que se bañaba en el río. Un señor, que jamás había visto por allí, se impresionó con su belleza y decidió quedarse con ella.
A pesar de lo duro que resultó sentir cómo él se le tiraba encima, lastimándola sin saber por qué, eso no fue lo que más le dolió: fue el cambiar las muñecas por las ollas y los niños lo que la destrozó.
La historia de Amelia, aunque de ficción, se materializado en los nombres de muchas menores dominicanas que han sido obligadas a casarse con los hombres que las iniciaron en el sexo a punta de obligación.
Esta costumbre, que data de viejo, se había desterrado hace tiempo. Hoy, sin embargo, vemos con horror que ha sido resucitada en la última legislatura del Congreso Nacional: el nuevo código aprobado por los legisladores establece que no habrá penalización por estupro si el violador se casa con la menor que ha agredido sexualmente.
Escuchar esto suena muy duro. ¿Cómo es posible, en pleno siglo veintiuno, que condenemos a una niña o una adolescente dos veces? Porque, ¿qué será de su vida al lado de una persona que le ha hecho tanto daño?
Me parece abominable que, a la par de quitarle la dignidad a las menores, legalicemos la violación de una manera tan burda. Con ello, lo que estamos diciendo es que la vida de las niñas de este país no vale absolutamente nada.
Tampoco, aunque es cierto que hemos logrado importantes conquistas y que somos más que un florero decorando la casa de nuestros maridos, valemos las mujeres que hemos crecido.
Esa realidad, velada hasta hace poco, se puso en evidencia cuando un grupo de hombres que parecen no tener esposas, hijas, hermanas… nos arrancó de cuajo la voluntad: legalmente no somos capaces ni de decidir sobre nuestra propia vida.
Dejando de lado la cuestión moral y los preceptos católicos que nos inculcaron desde el colegio, vuelvo mis pasos para continuar con el aborto. Y lo hago, aunque a muchos les repela el tema, porque aún quedan muchas cosas por decir.
Por ejemplo, según el código, si estoy embarazada y mi vida corre peligro no podré decidir si debe vivir mi hijo o lo haré yo: sin importar lo avanzada o incipiente que esté la gestación, será una junta médica la que tenga la última palabra. Ellos, sin importar tampoco lo que pueda opinar mi esposo, decidirán por nosotros.
A pesar de que nunca quisiera verme en esa situación, he pensado qué paría si con tres o cuatro meses de embarazo se complican las cosas pero los médicos deciden salvar al bebé. ¿Y si no llegamos ninguno de los dos? Una tragedia familiar al cuadrado.
Quizás, tal como me decía mi novio hace algunos días, lo que se quiere evitar es que se festine el aborto. Sin embargo, yo creo que esta no es la fórmula a seguir: es educando, no robándonos la libertad, que debe lograrse.
Pero esa educación parece estar muy lejos. Nuestra sociedad, que ya había dejado de lado los injustos y atrasados parámetros que nos regían, de repente vuelve hacia atrás y se vuelve contra nosotras. Y lo hace a la fuerza, sin consultarnos siquiera, estrujándonos en la cara que en realidad no hemos logrado nada; seguimos siendo, y lo digo con horror, marionetas en las manos de los hombres.