Nuestras preguntas modernas encuentran respuestas en la antigüedad

Nuestras preguntas modernas encuentran respuestas en la antigüedad

“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”
San Agustín.
Fragilidad es quizás la palabra que mejor describe la condición humana cuando es puesta junto a la grandeza de la divinidad. Somos débiles y carentes. A pesar de la maravillosa obra arquitectónica que representa el cuerpo humano, el impresionante diseño artístico de nuestra anatomía, somos tan sensibles al daño y estamos tan expuestos a la destrucción que la seguridad ocupa una parte importante de nuestro esfuerzo individual y como sociedad.
El principal problema está en el corazón. Sí, hay mucha simplicidad en esta afirmación, y corremos el riesgo de ser acusados una vez más de fanáticos reduccionistas que pretenden solucionarlo todo con la espiritualidad, que todas las respuestas de una época tan compleja como la presente, pueden ser encontradas en libros de la antigüedad, en sabios no solo anteriores a nuestra época del conocimiento y la tecnología, sino aun más antiguos que el razonamiento europeo de la Ilustración.
Volvemos a la fragilidad, porque es en ella donde el hombre contemporáneo encuentra mayor similitud con sus predecesores, aun con aquellos de la caverna. A pesar de que, gracias a los avances tecnológicos, hemos logrado protegernos de las fieras que deambulan en la sabana, de que hemos construido ciudades con sistemas de protección que hacen lucir ridículas las antiguas murallas. Aun cuando tenemos cuerpos militares que aplastarían a las legiones romanas con solo oprimir un botón. Con todo, sigue siendo un peligro caminar sobre el planeta. El hombre sigue, para usar las palabras del viejo himno, “expuesto a muerte y perdición”.
Porque nuestro mayor enemigo seguimos siendo nosotros mismos y no hay sistema de seguridad lo suficientemente efectivo como para librarnos de la autodestrucción. Aun hoy en día, con todo lo que hemos logrado avanzar en la protección hacia el peligro externo, es desde nuestro ser interior de donde siguen saliendo los ataques más demoledores, sigue siendo desde allí, del corazón, de donde “provienen malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias” (Mateo 15:19). En palabras del antiguo Plauto: Homo homini lupus, el hombre es el lobo del hombre.
Si el hombre es el componente esencial de la sociedad, lo es tanto para el desarrollo de esta como para los aspectos más negativos. Aun si consiguiéramos la anhelada fuente de la eterna juventud con los avances de tecnología médica, el alma sigue estando allí, para condenarnos, y para recordarnos siempre de qué estamos realmente hechos, que es más que solo carne y hueso.
El sabio de Hipona conocía tan bien la condición humana como el mejor antropólogo de la actualidad. Me refiero a esa condición básica donde radica realmente el problema. De hecho, todo el humo levantado por las ciencias sociales modernas, nos ha alejado de la raíz del problema, nos mantiene entretenidos en las ramas de las teorías sociales externas, cuando el foco del verdadero incendio está dentro de nosotros mismos: Nos falta un componente con el cual fuimos diseñados, y que perdimos en Edén. Si no agregamos este valor a la ecuación seguiremos llegando a conclusiones muy elaboradas y atractivas al intelecto moderno, pero tan erróneas como aquellas de los contemporáneos del “Doctor de la gracia”.
La lectura de Confesiones de San Agustín quizá ayudaría al tan informado hombre moderno a poner el foco donde debe estar, hacia adentro. Este filósofo y teólogo que encontró a Dios luego de vagar por la filosofía antigua, nos ayudaría a encontrar respuestas que otras fuentes nos han negado. Sus palabras lo expresan de una forma más hermosa que las mías:
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abráseme tu paz”. Confesiones (X, 27, 38).

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