Nuestro colapsante gregarismo de partidos

Nuestro colapsante gregarismo de partidos

MANUEL E. GÓMEZ PIETERZ
El estado de derecho es La expresión jurídica del “Estado liberal”. En una auténtica democracia los derechos y deberes del individuo deben ceñirse flexiblemente al marco del estado de derecho que la Constitución y las leyes definen. Alguien muy sabio ha dicho que la democracia sustituía el gobierno de los hombres por el gobierno de las leyes. El Estado es la institución cúpula de la sociedad políticamente organizada; su función es la creación y administración de poderes mediante su brazo administrativo y ejecutor final que es el gobierno. Por ello suele definirse la política como el arte de manejar el poder; y poderes del estado a sus divisiones organizativas.

La sociedad civil se incorpora a la gestión política a través del sistema de partidos como su mandante, representado y depositario de la soberanía. Democráticamente hablando: “en el pueblo y sólo en él, reside la soberanía”. De hecho, en nuestro país el acto electoral más que de legitimador del poder constituye una cesión total de la soberanía popular; la concesión de una patente de corso a los partidos políticos para hacer en su beneficio lo que les venga en gana. Es por eso que en el juego político de nuestro “sistema” de partidos no exista una auténtica oposición inspirada en el interés colectivo ni en el bien común. Aquí la “oposición” es un bastardo pretexto para el contubernio y la solapada y secreta negociación de aposento en la que los “dirigentes” de los partidos, a espaldas de sus declamados objetivos programáticos, indecorosamente se reparten las vestiduras del pueblo. En conclusión, carecemos de un auténtico sistema político coercitivamente nucleado por una solidaria visión prospectiva de nación; lo que tenemos en cambio, es una gregaria jauría de corruptos ambiciosos que conducen el carro de la república al abismo de la anarquía con el foete de los impuestos y el estímulo de la zanahoria del botín.

El avance de nuestra democracia es un mito propagado por el disfuncional régimen de nuestro sistema de partidos. Sin efectiva oposición programática no puede sobrevivir la democracia. La ágil tribuna de la denuncia correctora es reemplazada por la sórdida mesa de transacción de impunidades, presentes y futuras. No es posible hablar de democracia en un país en el cual, el Poder Judicial, máximo garante de estado de derecho y de la cohesión social, es disminuido cuando no avasallado por el espurio interés político. Hoy el ciudadano común teme tanto al juez como al delincuente y nadie tiene seguridad de ser objeto de juicio imparcial en los tribunales de la república.

El frenético proceso de pactos y alianzas electorales que las elecciones de medio término del próximo mes de mayo ha puesto en movimiento marca el principio del colapso del actual régimen de partidos políticos del país. Los partidos involucrados, desconociendo su propia historia han hecho trizas y lanzado al cesto de las ideas muertas su visión ideológica olvidando que historia e ideología fundamentan y enardecen el entusiasmo de la militancia y renuevan y expanden el abanico de sus esperanzas. El militante interpreta esas alianzas como una traición a sus líderes históricos y el no afiliado se queda sin opciones alternativas. Los más avezados tememos una dictadura de partidos con su “más de lo mismo”.

El sistema político de nuestro país requiere una urgente y profunda reforma. Pero sin la menor duda, el factor impulsor de ningún modo provendrá de la viciada claque política actual que medra con el desorden. Es necesario que la sociedad civil se movilice para inducir por vía del perfeccionamiento de nuestra democracia, la reforma del sistema político. Una democracia más directa y menos representativa en la cual logre mayor participación política la sociedad civil es posible, apelando al legítimo fuero de soberanía del pueblo. El recurso a la pacífica desobediencia civil mediante una masiva abstención electoral, enviaría a la actual clase política el contundente mensaje de que el pueblo no se siente representado por ella, lo cual equivale a una certificación previa de ilegitimidad.

Es lo que propugna el señor Diómedes Mercedes en su artículo publicado el 5 de marzo en el periódico HOY. Aunque el señor Mercedes habla de “un paro electoral”, en vez de abstención masiva, sus razones y argumentos son válidos, visionarios, certeros, oportunos, y estructurados con buena lógica; su ponderada lectura ha motivado el presente artículo.

Un viejo proverbio dice “que a quien por su gusto peca, el infierno le sabe a gloria”; pero otro reza, “una cosa es llamar al diablo, y otra es verlo venir”. Políticos, partidos, y gobierno, embriagados por la bacanal del poder y el dinero fácil de la corrupción, llaman alegre, continua, y permanentemente al diablo. Aislados en su hermética torre de marfil no oyen ni ven cómo la impune corrupción se generaliza y entroniza en la sociedad convirtiéndola en matriz prolífica de toda modalidad del crimen y la delincuencia. Quienes nos gobiernan, se mueven en el plano aéreo y estratoférico de la virtualidad; de los conceptos abstractos, de los megaproyectos y de los indicadores macroeconómicos que nada tienen que ver con el bienestar de las mayorías ni con la diaria angustia existencial de la pobreza extrema. El gobierno se fríe en la propia salsa de su propaganda cuando cifra la excelencia de su gestión en la elevada tasa de crecimiento de la economía.  Paul Samueson, premio Nobel de economía, consideraba que la cantidad de bienes y servicios y en consecuencia, el Producto Nacional Bruto, no servía para medir el bienestar económico de un país; prefería lo que llamó Bienestar Económico Neto, que era el PNB menos la deuda social y el daño al medio ambiente imputables a la generación del Producto Nacional Bruto.

Tenemos hoy un país -que aún no es nación- encarando  un mundo en el que lo permanente es lo aceleradamente cambiante; sin clase dirigente con visión de futuro, sin líderes capaces de administrar el cambio; con un sistema político cada vez más corrupto; una sociedad insolidaria regida por el particularismo de malhechores sin principios morales en permanente actitud de irrespeto a la institución del Estado. Si la marginación, la extrema pobreza, la criminalidad y la inseguridad ciudadana parecen crecer a tasa más acelerada que la economía, entonces es que alguien se está comiendo el queso del pueblo llano, y el país se mueve peligrosamente hacia la anarquía y el caos. ¿Cuáles en consecuencia son las opciones del cambio: la vía cruenta del estallido social, o la vía pacífica y legítima de la desobediencia civil?   

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