Nuestro ecosistema

Nuestro ecosistema

PEDRO GIL ITURBIDES
¿Qué entorpece el cambio de deuda pública externa por árboles en la isla Hispaniola, de Santo Domingo, Quisqueya, Babeque, Bohío o Haití? ¿Cuál acreedor de la República se niega a pactar este canje, o impide que otros acreedores trancen de este modo, las obligaciones que sustentan contra el Gobierno Dominicano? ¿El problema del pueblo haitiano no es excusa valedera y suficiente para emprender consultas que conduzcan a esta forma de pago? Gerard Latortue piensa que el medioambiente de la isla está en peligro.

Puede ser un recurso histriónico del Primer Ministro del vecino Estado, para llamar la atención sobre la fragilidad de su administración. Pero los dominicanos sabemos que Haití es tierra arrasada. Nos criaron hablando de ello, y los que hemos sobrevolado la isla damos fe de que aquellas afirmaciones obedecían a la realidad. Latortue lo confirma, ahorrando a los analistas la sospecha de prejuicios.

Pero los bosques en la parte este de la isla merman de año en año. Pese a todas las campañas para la repoblación forestal, el filo de sierras y machetes corre con mayor premura que las políticas de preservación. En consecuencia, la transformación debe dirigirse a la percepción que tienen los habitantes de la isla respecto de su ecosistema. La raíz del fenómeno es cultural, y no puede quedar como responsabilidad de políticas de reforestación. Va más allá.

A ustedes les conté en alguna oportunidad del momento en que, encontrándonos en Chavón Arriba, uno de mis anfitriones arrancó un roble naciente. Es probable que no lo hubiera contemplado antes de aquél momento.

La espiga de poco más de un pie, se levantaba a pocos pasos del lugar en que nos reuníamos, y lamenté haber escogido la sombra cercana. Blandió el machete, cortó a ras el endeble arbolito, y luego hoyó para extraer las incipientes raíces. Cuando le reclamamos, señalándole que era un pequeño roble, ripostó diciéndonos que más bien era un enemigo.

La sociedad dominicana que existía al nacer la República, era de criadores.

Toda la parte oriental de la isla era un hato enorme, salpicado de copiosos y cerrados bosques, y escasos conucos. Desde el tercer cuarto del siglo XIX, los gobiernos comenzaron a forzar transformaciones. Se buscaba cambiar el hato libre y abierto por sembradíos ordenados y productivos, más allá del conuco para el cultivo de subsistencia familiar. Rafael L. Trujillo lo impuso con las diez tareas y las colonias agrícolas.

Pero el cambio, como en el movimiento del péndulo, llegó al extremo opuesto. Por años se nos recordó que Haití fue la colonia más rica de Francia en ultramar. Los amos blancos, apoyados en los esclavos negros, practicaron una agricultura intensiva que alarmó a Louis Méredic Moureau de Saint Mery. A este inspector de colonias del siglo XVIII le tocó advertir a su gobierno, que la explotación habría de llevar los suelos de la colonia a grave empobrecimiento. Tuvo palabra de chivo.

Pero en cierta medida, hemos caído en la misma práctica, Un conuquismo incontrolado que tala bosques, cultiva predios y erosiona suelos, es la secuela de la antigua dejadez. Y contra esta negligente conducta es que habla el Primer Ministro de Haití. Sabe de lo que habla, porque tiene entre sus manos a un pueblo, su pueblo, cuya miseria tiene, entre varias causas, la del deterioro de su suelo.

Tarde, pero cuando todavía hay remedio para la parte este de la isla, nos recuerda que cuanto vive su país en cuanto a deterioro del medioambiente, puede ocurrir a los dominicanos. Por eso, y porque nosotros no tenemos los recursos suficientes para ello, debemos insistir en cambiar deuda externa por trabajo de recuperación de suelos agostados y de bosques aniquilados. No sólo para suelo dominicano, sino para el de Haití.

Hablar de ello en los cónclaves internacionales no debe avergonzarnos.

Aunque nos reclamen pago en dólares, en euros o en yenes, hemos de intentar, una y otra vez, procurar que nos acepten el pago en la obra de reforestación a un lado y otro de la frontera. No ya por el ecosistema de Santo Domingo, sino de las Antillas. Y del mundo. Porque el esfuerzo cumplido con seriedad y sin relajamientos, puede ser ejemplo para otros pueblos del globo.

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