Nuestro homo sacer

Nuestro homo sacer

Estamos acostumbrados a la muerte de supuestos delincuentes en alegados “intercambios de disparos” con integrantes de la Policía Nacional. La prensa reporta cotidianamente sobre estos “incidentes” y son poquísimos los casos en que se investigan las circunstancias que rodean los mismos, conformándonos todos con el parte policial.

Todo cuestionamiento es visto como un ataque a nuestros cuerpos policiales y como evidencia  de que el que cuestiona le preocupa más la vida de un delincuente que la de los pobres ciudadanos. Poca gente repara en las escalofriantes estadísticas que revelan la extraordinaria puntería de nuestros agentes policiales y, de hecho, hoy los ciudadanos hasta se animan a participar en linchamientos que responden a una supuesta pasividad de la justicia penal. A ello contribuye un aparato mediático sediento de culpables y simplificador de complejidades sociales que presenta los males sociales como un problema de lucha de los buenos contra los enemigos.

Los sospechosos habituales, los “pobres, negros y feos” son, para utilizar las palabras del filósofo italiano Giorgio Agamben, simple “homo sacer”, que no es más que simple cuerpo, simple hombre, que, en tanto no es un ciudadano vestido de derechos y obligaciones, es mera “vida desnuda”, vida aislada, fenómeno físico y biológico, que puede ser tratado por el poder de cualquier manera, incluyendo el derecho de darle muerte impunemente.  Al no ser vida politizada, el ser humano no es ciudadano y, por tanto, carece de derechos y prerrogativas. Es vida desnuda, mera materia prima, simple cuerpo, desprovisto de todos los derechos fundamentales, y por tanto sujeto a muerte extrajudicial o linchamiento público.

Homo sacer es el joven, el menor de edad, el adolescente. Así como una gran mayoría de los caídos durante la represión balaguerista (1966-1978) tenían menos de 18 años, los muertos en intercambios de disparos son mayormente jóvenes. Y es que el menor de edad es crecientemente visto como ser peligroso. De ahí la necesidad no solo de poder imputar crímenes al menor infractor al margen de la ley de protección de menores sino la necesidad de eliminarlo por cualquier vía, ya que su sola presencia genera riesgos para una sociedad desprotegida, miedosa y ansiosa de seguridad a cualquier precio. Hoy el joven sustituye al comunista como el peligroso enemigo interno que pone en entredicho los valores de la sociedad y de la familia.

Aunque no se diga, estamos en realidad en presencia de un poder neofascista. Como afirma Carlos A. Mahíques, “el autoritarismo fascista en materia político criminal reaparece cada tanto bajo formas contemporáneas de exaltación y sacralización de los valores considerados nacionales y como tales supremos del orden político: voluntad de instaurar un Estado fuerte donde su autoridad prevalezca sobre los derechos y libertades de las personas; estrecha sumisión e integración del individuo a la colectividad; estructura fuertemente centralizada y jerarquizada, a veces militarizada y sometida a la autoridad de un jefe único”. Ese y no otro es el sentido de la reforma de la legislación procesal penal y de menores que tanto se cacarea.

La excepción que legitima las medidas derogatorias de la normalidad constitucional, con su catálogo de derechos y garantías para los ciudadanos, se impone como regla ordinaria. Se instaura la lógica de la guerra, del campo de exterminio, porque la gente se muere del miedo. En la sociedad del miedo, el temor es incontrolable y solo queda apelar al autoritarismo penal para sancionar al maligno, al desviado, al miserable, al peligroso. El territorio nacional se transforma así en colonia penal.

Este discurso populista nos impide pensar seriamente una política de emancipación social y de lucha contra la exclusión. Esta biopolítica autoritaria que se instaura progresivamente, que se basa en un miedo que penetra a nivel subcutáneo, no nos deja ver la posibilidad de construir ciudadanía a partir de estas vidas que se revuelcan en ese magma sociocultural del cual puede emerger un sujeto. Esos jóvenes muertos, delincuentes, enfrentados, arriesgados, encerrados, hambrientos, sedientos de reconocimiento, excluidos, que aman, que dan vida, son seres humanos, futuros ciudadanos, titulares de derechos, esperanza perdida de una sociedad que prefiere matar, excluir y discriminar en lugar de asumir el deber de ser justos lo primero como quería nuestro muy olvidado Duarte.

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