Nuestro pronóstico

Nuestro pronóstico

R. A. FONT BERNARD
Hace aproximadamente ocho años, nosotros afirmamos en un programa de la televisión, -y luego reafirmamos en la prensa escrita-, que el doctor Leonel Fernández estaba equipado, con los elementos -virtualidad discursiva, cultura política, y el «aquel» al que solía referirse el general Pedro Santana-, para que se le considerase el heredero del liderazgo nacional del doctor Joaquín Balaguer.

Nuestro pronóstico fue adversado por un descerebrado aspirante presidencial, reformista, con el peregrino señalamiento de que con la desaparición física del doctor Balaguer, desaparecería el molde con que éste fue creado.

No obstante esa objeción, los días del presente, están confirmando lo predicho por nosotros, tras los resultados de la consulta electoral del pasado 16 de mayo. El doctor Fernández, como el doctor Balaguer del 1966, ha emergido de una situación de desastre nacional, para constituirse, en el único líder político, dotado de una imagen presidencial para el presente de nuestro país. En la única y más confiable opción, calificada para restaurar la confianza, y la unidad del pueblo dominicano.

Esto supone un compromiso para el Presidente Fernández, en el sentido de que tendrá que, como el doctor Balaguer del 1966, desentenderse de los intereses creados que habitualmente rondan en torno al poder político. E inclusive, si fuese necesario, posponer transitoriamente, determinados compromisos partidarios, en favor de una unidad, que garantice la gobernabilidad de la nación.

Las precedentes anotaciones imponen -en un concepto muy personal nuestro-, que el tratamiento de «el compañero Leonel» que aún perdura, deberá quedar en un estratégico suspenso, para ser acatado -lo que no quiere decir reverenciado-, como el Presidente de la República y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, cuya autoridad está avalada por un apoyo popular, sin precedentes en la historia nacional. O sea, el solitario del poder, cuyo compromiso con la gobernabilidad del país, supondrá para él, confrontar el eterno problema de las dificultades.

Se nos acusará -llenándose las bocas de viento-, de que nos expresamos como un nostálgico de la teoría del «cesarismo democrático», utilizada por el Presidente Balaguer en el dramático período de «los doce años». Un paréntesis de nuestra historia contemporánea -condicionada por la guerra fría-, en el que el Presidente Balaguer, desafió atinadamente a una derecha golpista, prohijadora del magnificidio enmascarado con el título de la «Operación Aguila Feliz», y los desatinos de un izquierda que deshonró la virtualidad de su credo revolucionario, con la comisión de atracos a instituciones bancarias, secuestros, y decenas de asesinatos personales.

En la presente etapa institucional del país, el presidente Fernández no tendrá que darle la cara a la eventualidad de un retorno de ese pasado. Pero tendrá frente así, retos no menos desestabilizadores, como los son, el auge del narcotráfico internacional, y la amenaza de quienes, habiendo destruido el país, confirman la sentencia de Baltazar Gracian, conforme a la cual «para término de la insolencia, no hay camino para el país de la virtud».

Cierto es que el Presidente Fernández no tendrá que gobernar, mediatizado por la barbarie que en el siglo 19 frustró los ensayos democrático de los Presidentes Billini y Billini. Pero la barbarie de esa época, se ha modernizado, y está integrada por expertos en la elaboración de contratos escritos con la llamada «letra menuda», y en la alteración digital de documentos. Y como lo suele decir la voz del pueblo, «el diablo aún sigue andando por los callejones».

Estar en el ejercicio del poder no supone que se tenga la total posesión de él. Porque el poder tiene corrientes subterráneas, que ocasionalmente pueden socavar su estabilidad. Y como él trabajan insidiosamente, la perfidia y la deslealtad. Por ello, lo fundamental del gobernante, en países como el nuestro, consiste en un permanente estado de vigilia. El gobernante no puede ser un soñador, sino un centinela.

Tras el certamen electoral del 1966, todo lo realizado por el Presidente Balaguer, fue el resultado de su sapiencia, del ejercicio de una autoridad imperial democráticamente disimulada, y del conocimiento del ser social dominicano. Estaba el consciente, de que el poder político exige un pleno dominio de si mismo, y sobre todo, del trazado de una línea divisoria entre el «yo» y las circunstancias envolventes. Gobernó con la precisión de un equilibrista, entrenado para mantener en un permanente estado de expectación a sus opositores. ¿Se cae? ¿No se cae? ¿Caerá en mi falda o en la falda de mi vecinos?. Fue un efectivo manipulador de la máxima maquiavélica, de acuerdo con la cual, quien gobierna debe preferir que se le tema, a que se le ame. Porque como en la zarzuela de los hermanos Quintero, «hay amores que matan».

En su histórico discurso del 16 de agosto retropróximo, ante la Asamblea Nacional, el Presidente Fernández enfatizó que el país no podía seguir como hasta entonces. «No puede seguir -dijo el Presidente-, con la inseguridad, con el tráfico de influencias, con la falta de seguridad en todo». Una declaración explícita, que le compromete, con el ejercicio de la autoridad indelegable para él, el poder no ha de ser usufructo, sino tarea.

Un señalamiento que augura, que en este «segundo aire», actuará no con impaciencia, pero con decisión. O sea, con la vocación y la actitud de que los que retornan tienen cualidades para el retorno. No son predestinados, pero sí necesarios, para ciertas circunstancias, a las cuales, aunque se quiera, no se puede escapar. De él -de su decisión, de su renovada experiencia, y de su habilidad política, dependerá que después de una «mala noche en una mala posada», nuestro país pueda retornar al bien que perdió.

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