Nuestros barrios

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Hace unos días, en el barrio Capotillo, las autoridades fueron puestas en desbandada por hombres provistos de fusiles, armas cuyo uso debería estar reservado a las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional.

Si preocupación provoca este desafío a la autoridad y la ley, una aprensión más profunda se deriva de las causas del incidente. La delincuencia que ha convertido a Capotillo en su madriguera salió en defensa de un hombre prófugo de la justicia, acusado de pertenecer a una banda de traficantes de drogas.

Este suceso es una muestra bastante elocuente de lo que se incuba en nuestros barrios gracias al aplazamiento continuo de programas de atención adecuadas que permitan satisfacer necesidades comunitarias.

En la parte alta de la ciudad se ha producido un secuestro virtual del orden y la ley. Los pandilleros sojuzgan los derechos de la gente honesta, hasta el grado de que los ciudadanos respetuosos de la ley no se atreven a denunciar las fechorías que se cometen frecuentemente, ante la indiferencia sospechosa de las autoridades.

En el barrio Capotillo todo el mundo, salvo las autoridades policiales, sabe quiénes son y de qué son capaces los cabecillas de las bandas, y todos, menos las autoridades, conocen su historial y los hechos delictivos que están a su cargo.

Y aunque en otros barrios no han salido a relucir fusiles y otras armas de guerra, es muy poco, por no decir nada, lo que hacen o pueden hacer las autoridades. Hay quienes ven complicidad por omisión en esta indiferencia, y otros están convencidos de que esa complicidad, en muchos casos, se ejerce por comisión.

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Los residentes de Capotillo, fundamentalmente la gente de bien, que es sin duda mayoría, ha tenido que someterse a los caprichos y tropelías de grupúsculos de bandidos cuya impunidad raya a veces en la protección por parte de quienes deberían perseguirlos y capturarlos.

De otra manera no puede concebirse el éxito del pandillerismo, de las bandas que han crecido de tal manera en número, que ya se disputan perímetros de hegemonía para la venta de drogas y otras acciones proscritas.

Todo esto es resultado de una descomposición social creciente de la cual tienen culpa, en gran medida, los políticos que únicamente entran a barrios como Capotillo a la hora de buscar votos. Por otra parte, son pocos los programas oficiales destinados a contrarrestar el fomento del bandolerismo, la delincuencia, el crimen, la venta de drogas abiertamente, los asaltos y otras acciones reñidas con la ley y las buenas costumbres.

De manera que no debe extrañar que en un barrio cualquiera haya delincuentes armados de fusiles y otras armas no menos mortíferas, y mucho menos que reaccionen enfrentado a las autoridades con esas armas. En alguna forma, por razones que es ocioso enumerar, ciertos delincuentes entienden que las autoridades deben dejarlos en paz.

Conviene que anotemos el desafío de Capotillo, no como una ocurrencia aislada y casual de algún desquiciado, sino como una tendencia muy peligrosa que podría multiplicarse en el país gracias al dejar hacer, dejar pasar y, por supuesto, las complicidades.

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