Uno de los aspectos de la vida de Jesús mejor atestiguados, es su actividad taumatúrgica, es decir, curó a muchos, pero especialmente a enfermos pobres.
Entonces, el enfermo era considerado como un castigado por Dios por algún pecado cometido.
En el evangelio de hoy (Marcos 7, 31 – 37), le presentan a Jesús un sordo que apenas podía hablar. Le piden que le imponga sus manos.
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Primero, Jesús lo aparta lejos de la gente curiosa y su bullicio. En la soledad, Jesús pasa a realizar sus propios gestos de sanación, “le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró: “Effetá”, que quiere decir: ¡ábrete!
También entre nosotros existen sordos y mudos que necesitan ser curados personalmente por Jesús, “lejos de la gente” y sus expectativas.
Hay hombres y mujeres sordos, que no escuchamos lo que contradiga nuestro pensar, o nuestros intereses. Necesitamos escuchar los reclamos de los campesinos en parajes olvidados, o los de la madre soltera, mal pasando en un barrio con su niño enfermo. En muchos matrimonios, la mujer no tiene quien la escuche. Hay jóvenes aturdidos por vidas “locas”, muchachos que tapan sus oídos con música estridente para escaparse a un mundo tan feliz como falso.
Nuestros pueblos están llenos de mudos: hombres y mujeres que carecen de oportunidad para tomar la palabra y reclamar una mejora de sus condiciones inhumanas de vida.
En todo bautismo, hay un momento en que el celebrante toca con sus dedos los oídos y los labios del bautizando, y haciendo suyos el gesto y la palabra de Jesús, exclama: ¡Effetá! ¡Ábrete! Así hemos de ser los creyentes: gente capaz de oír y destapar oídos cerrados; gente que pueda tomar y dar la palabra. Entonces realizaremos el mismo bien que hizo Jesús.