Nueva causa de divorcios: el celular

Nueva causa de divorcios: el celular

POR ANGELA PEÑA
Lo que en principio todos detestaban porque quienes lo usaban eran algunos nuevos ricos deseosos de mostrar su nuevo status, hoy se han aferrado a él como a su cédula. Cuando el móvil hizo su aparición en el país, muchos consideraban pariguayos a sus usuarios, sobre todo a aquellos que sobresalían no sólo por la dimensión del aparato que portaban sino por el elevado tono de sus conversaciones que no respetaban misas, reuniones ni el acto más solemne.

Usarlo, entonces, era vergüenza, afrenta, rebajarse a la categoría de “chopo” que no daba al artefacto el uso correcto para el que fue inventado. Hubo un productor de televisión, tal vez el pionero de las pláticas inalámbricas en la República, que creó fama porque interrumpía las comparecencias de sus invitados, en el aire, para responder su celular, en aquel tiempo del tamaño de un guayo. 

Decir en ciertos círculos de bromistas que llamaran a uno al celular era exponerse a chanzas y burlas que ponían en aprietos porque, en realidad, los que utilizaban ese servicio generalmente lo hacían para llamar la atención y mostrar su progreso. Hoy la actitud cambió. Ricos y pobres, aristócratas y plebeyos, ejecutivos y verduleros, gerentes, mensajeros, amas de casa, sirvientes, militares, civiles, curas, laicos, taxistas, mensajeros, notables y anónimos, profesionales e iletrados, gobernantes, pueblo, tienen celular.

Resulta, sin embargo, que aun sin ser chopos o nuevos ricos, muchos no han sabido aplicar el empleo adecuado a tan útil medio de comunicación. Los teléfonos residenciales y de oficinas han quedado relegados. Todos quieren la certeza de una respuesta segura, personal, directa, rápida, del que es reclamado. Y ese rinrineo de todos los sonidos y tonos es el intruso obligado en todos los ambientes para recibir y enviar información casi siempre insustancial, estúpida, y pocas veces necesaria y urgente. El celular se ha convertido en un relajo, pero más que eso, en el instrumento más odiado por las esposas porque sus consortes, desconsiderados, irrespetuosos, descomedidos en sus romances y embullos, dan el número a cuanta falda se les atraviesa, sin restricción, sin reparar en la molestia, el dolor, los celos, el disgusto que esas llamadas inoportunas, impertinentes e indiscretas provocan en  los sentimientos de sus compañeras.

Muchos son prudentes y optan por apagarlos cuando andan en compañía de sus señoras, otros prohíben a sus sucursales que los llamen pero, para muchos, hablar con la otra en presencia de su pareja es como comerse un mangú. Hacen citas, arreglan puntos de encuentro, prometen visitas y son tan apretados que al colgar fingen disgustos o comentan que se trataba de compadres, jefes o compañeros de trabajo invitándolos a horas extras o convites imprevistos cuando se les nota el nerviosismo, el cambio de voz y del color de la piel, le corren los sudores o se escucha con claridad la desesperada o melosa voz femenina del otro lado solicitando urgente su presencia.

Una reconocida compañía de telecomunicaciones prohibió a su personal dar detalles de llamadas que entran o salen de celulares, a menos que sean solicitadas personalmente por los propietarios, porque muchas damas sospechosas de la infidelidad de sus indelicados maridos, dieron funda al adúltero y a su perla u optaron por divorciarse, al descubrirlos. Otras no pasaron de darle con furia incontrolable un zumbón al aparato. Las rupturas de noviazgos y de relaciones que aparentaban sólidas están a mil, por estas impertinencias.

Es que la mayoría de los supermachos del patio estrenan ahora una nueva forma de aparentar hombría: recibir por el móvil infinidad de llamadas de mujeres y alejarse del grupo o charla para dejar la impresión en sus interlocutores de que están acabando. Al margen de esta pose, los casados y comprometidos debieran demostrar un poco más de respeto por sus cónyuges y no jugar de ese modo con la estabilidad de sus hogares.

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