La reacción de la Administración Trump, de aumentar aranceles y poner otros tipos de restricciones a la entrada al mercado estadounidense de productos principalmente chinos ha sido la más fuerte reacción y hasta podría decirse que ruidosa, pero no es la única. Ya el expresidente Biden, que había mantenido los aranceles impuestos por Trump a China en su primer Gobierno, impuso medidas restrictivas a las empresas tecnológicas chinas y obligó a que las compras estatales se nutrieran sólo de productos nacionales.
Otros muchos países y regiones, entre ellos Brasil, Indonesia, Tailandia y la Unión Europea, se han movilizado más discretamente para aumentar también los aranceles.
En el caso de Estados Unidos, nos es para menos. Sus importaciones procedentes de China subieron de menos de 1 00,000 millones de dólares en 2000 a US$440,000 millones en 2024, mientras que las exportaciones estadounidenses a la nación asiática pasaron de 6,898.4 millones de dólares a US$145,000 millones.
O sea, el déficit comercial con China (la diferencia entre lo que importa y exporta) pasó de 93,102 millones de dólares en 2010 a 295,000 millones en 2024, equivalente a alrededor del 1 % de la economía estadounidense. Está en un nivel que amenaza con llevar a la principal economía del mundo a la insolvencia.
Como escribió recientemente el periodista Keith Bradsher, en The New York Times, “China lleva décadas ampliando rápidamente su porcentaje de la fabricación mundial. El crecimiento se ha producido, principalmente, a expensas de Estados Unidos y otras potencias industriales de larga tradición, pero también de los países en desarrollo. China ha incrementado su proporción hasta el 32 por ciento y va en aumento, desde el 6 por ciento en 2000”.
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Y esto ha llevado a ese país a convertirse en el principal beneficiario de la globalización, que inicialmente impulsó Estados Unidos, que ha devenido en perdedor.
En el desbalance, ha jugado en favor de China, además de la cultura de su población, que trabaja sin tesón para ahorrar e invertir, más que para consumir, que la mayoría de los países del mundo han abierto los mercados a sus exportaciones, al costo incluso de dejar a sus industrias quebrar.
También ha incidido su tipo de Gobierno, sin oposición, que le ha permitido dar continuidad a los planes para que sus fábricas inunden con sus productos los mercados mundiales, mientras que sus principales competidores tienen gobiernos que representan a la mitad de su población y que se conducen, presionados por su fugacidad, por caminos llenos de obstáculos.
Ante la insostenibilidad a que llevan los desequilibrios actuales, Estados Unidos se ha planteado la posibilidad, que nadie sabe si llegará a cuajar como estrategia, de cambiar la manera en que funcionan las cadenas de suministro. Se está enfocando en la relocalización de empresas, para acortarlas, acercándolas al mercado doméstico y, preferiblemente, alejándolas de Asia, mientras, que, China favorece la “doble circulación”, que mantiene la integración con el resto del mundo, pero subordinándola al predominio de la demanda interna.
El cambio implicará enormes costos, que incluso pueden ser dolorosos, pues marca el inicio de una nueva era y República Dominicana tiene el desafío de escoger el camino a seguir, sin caer en lo dubitable.