Nuevo enfoque de la doctrina social de la iglesia

Nuevo enfoque de la doctrina social de la iglesia

La Encíclica de Benedicto XVI, Deus Caritas est, presenta un enfoque bien original de la enseñanza de la Iglesia Católica  sobre dos grandes problemas de la sociedad contemporánea: la cultura sexual y el marco jurídico dentro del cual se desarrolla  la búsqueda de la justicia social.

El nuevo enfoque se caracteriza en sustancia por enfatizar las características de cuál es el papel de la Iglesia, por reconocer con claridad el del Estado, por la falta de anatemas usuales en contra de otras teorías o prácticas, y en la forma por un uso de textos de autores no cristianos que buscan presentar las objeciones levantadas por ellos contra la enseñanza oficial. No creo temerario afirmar que su originalidad está en su orientación, obviamente no en su sustancia, bien alejada de los modos de presentación eclesiástica usuales en la exposición de los retos de la sociedad secularizada.

La sensación que deja su lectura es la de estar ante  un intelectual humanista  que capta elementos fundamentales de la cultura moderna  y que sin polemizar con ella expone bastante objetivamente en qué y por qué está de acuerdo o desacuerdo sin incurrir en un siempre sospechoso  desprecio ni en la ironía del que sabe más o cree saberlo.

Eros

En nuestra cultura mitad racionalista mitad postmodernista estamos acostumbrados, sin duda bajo el influjo de Freud, al uso de la palabra griega “eros” para designar el amor  como tendencia de la libido que desde el subconsciente estimula la búsqueda incesante  del placer sexual y que llega a hacernos desear la muerte,   tantos, cuando  descubrimos  que así no alcanzamos la felicidad. La obsesión por este amor sexual explota en el hombre unidimensional de Marcuse  que cultiva la libido como  medio para liberarse de la uní dimensionalidad de la hoy innecesaria disciplina económica del capitalismo, el viejo  “nuevo hombre de Manchester” -la cuna de la revolución industrial-  soñado por Marx.

Resulta difícil hablar de la cultura moderna, aun de la económica marcada por el marketing sexual (¡paradójica negación del hombre unidimensional!) sin expresa referencia al eros. Resulta igualmente difícil negar que la moral católica suele arremeter contra ese eros.

El Papa Ratzinger lo reconoce al citar al autor del “superhombre”. Dice Benedicto XVI: “El cristianismo, según Friedrich Nietzche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no lo llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia con sus preceptos y prohibiciones ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?”

Exquisito conocedor de la cultura grecolatina el Papa  acepta la importancia excepcional del eros. “Los griegos -sin duda análogamente a otras culturas- consideraban el eros ante todo como un arrebato, una locura divina  que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quehacer estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta. De este modo todas las demás potencias entre  cielo y  tierra parecen de segunda importancia… En el campo de las religiones, esta actitud se ha plasmado en los cultos de la fertilidad, entre los que se encuentra la prostitución sagrada  que se daba en muchos templos. El eros se celebraba, pues, como fuerza divina, como comunión con la felicidad”.

La prostitución sagrada fue combatida con máxima firmeza en el Antiguo Testamento como perversión de la religiosidad. El juicio de Benedicto XVI sobre este rigor  de la Escritura es matizado: “en modo alguno rechazó con ello el eros como tal, sino que declaró guerra a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros que se produce en estos casos lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza. En efecto, las prostitutas que en el templo debían proporcionar el arrobamiento de lo divino no son tratados como seres humanos y personas, sino sólo como instrumentos para suscitar la locura divina: en realidad no son diosas, sino personas humanas de las que se abusa”. La evaluación de esas prácticas es precisa: “el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, éxtasis hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser”.

Las dos conclusiones extraídas son: a) “Ante todo que entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana; b) pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza”.

El argumento filosófico que guía este proceso de purificación del eros es la constitución del ser humano como compuesto de cuerpo y alma. La frustración del eros se da o cuando se considera al hombre sólo como cuerpo, o sólo como espíritu. El gran sí del hombre al sexo se da sólo cuando cuerpo y alma se funden en una unidad. Benedicto XVI presenta esta bien conocida receta de amor humano en un diálogo entre Gassendi economista epicúreo y Descartes filósofo de la “res extensa” (cosa extensa) y de la  “res cogitans”  ( cosa pensante). Gassendi saluda a Descartes “¡Oh alma!” para escuchar de éste “¡Oh carne! “. Hay modos de exaltar el cuerpo que son engañosos pero también se reprocha al cristianismo ser adversario de la corporeidad y “de hecho, siempre se han dado tendencias de este tipo”. Ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre la persona, la que ama como criatura unitaria de la cual forman parte el cuerpo y el alma. Cuando se separan completamente cuerpo y alma se produce “una caricatura, o en todo caso una forma mermada del amor” (n. 8).

 Llama la atención que aun en este caso el Papa no niega la existencia de cierto grado de amor aun cuando no se trate del amor perfecto que reclama unión de cuerpo y alma.

Ágape

Como filólogo y teólogo distingue el Papa el ágape y el eros. Eros para los griegos es un amor entre el hombre y la mujer, que no nace del pensamiento o de la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. El término aparece sólo dos veces en la clásica traducción de la vulgata al griego de los libros del Antiguo Testamento y nunca en el Nuevo. En su lugar se emplean las palabras “philia” -amor de amistad- y “agapé” un modismo neotestamentario que en el lenguaje griego ya no se usaba.

Ratzinger buscando una explicación al uso de “ágape” analiza el Cantar de los Cantares, canto de amor quizás para una fiesta nupcial israelí que exalta el amor conyugal. A comienzos del Cantar aparece el amor con el término “dodim” en plural “que expresa un  amor todavía inseguro en un estadio de búsqueda indeterminada del amor. El término es reemplazado después por la voz “ahabᔠque la traducción griega del Antiguo Testamento denomina con un vocablo de fonética similar: “agapé”, expresión que será característica de la concepción bíblica del amor y que expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser descubrimiento del otro superando el carácter egoísta del término anterior.

 “Amor -ágape- es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún lo busca”.

Este amor no niega el eros como motor de la búsqueda de la felicidad propia sino expresa un grado posterior de interés por la felicidad del otro. Es este el amor que Dios  tiene a su pueblo, tantas veces expresado con las metáforas del noviazgo y del matrimonio; y consiguientemente en los que lo abandonan de  idolotría como adulterio y prostitución.

Este amor de Dios al mundo que El creó “significa que estima a esta criatura porque ha sido El quien la ha querido, quien la ha “hecho”. El Dios único en el que cree Israel… ama personalmente “… y al mismo tiempo supera el Dios de Platón y Aristóteles como realidad amada que mueve al mundo que “no necesita nada y no ama, sólo es amada”. Realmente Dios ama y “este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante es también totalmente ágape. Los profetas Oseas y Ezequiel, sobre todo han descrito esta pasión de Dios por su pueblo con imágenes eróticas audaces. La historia del amor de Dios consiste en que el hombre, viviendo en fidelidad al único Dios, se experimenta a sí mismo como quien es amado por Dios y descubre la alegría la alegría en la verdad y en la justicia; la alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial” (n. 9).

Si esta es la imagen de Dios, amor a los hombres, que aparece en la Biblia y que   la figura misma de Cristo en un realismo inaudito le da carne y sangre, también encontramos en los libros sagrados del cristianismo la imagen del hombre. La narración del Génesis habla de la soledad del primer hombre, Adán, a quien el Creador  quiere dar una ayuda.  “Ninguna de las otras criaturas puede ser esa ayuda que el hombre necesita, por más que él haya dado nombre a todas las bestias salvajes y a todos los pájaros, incorporándolos a su entorno vital. Entonces Dios, de una costilla del hombre, forma a la mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que precisa: ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!…el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el otro  la parte complementaria para su integridad, es decir la idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse completo… Por eso abandonará el hombre a su padre y a sui madre, se unirán a su mujer y serán dos una sola carne”.

“En esta profecía  hay dos aspectos importantes: el eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre; en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así y sólo así, se realiza su destino íntimo. A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo”.

Aunque el campo semántico de la palabra “amor” es vasto -amor a la patria, amor al amigo, amor a los padres  y a los hijos, amor a los hermanos, amor a la profesión o al trabajo, amor al prójimo,  amor a Dios-  se destaca “como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor”.

“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida… Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (1 Juan, 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento” sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro… Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o inclusive con la obligación del odio y la violencia, este es un mensaje de gran actualidad y con un mensaje muy concreto”.

Justicia y caridad

No es secreto alguno que muchos católicos, especialmente en América Latina, no acogieron con simpatía la elección de Ratzinger al Papado. Su crítica, aprobada  explícitamente por Juan Pablo II, a la Teología de la Liberación les pareció unilateral, ajena a lo que defendían  la mayoría de sus expositores, favorable a  nuestras élites dominantes y obsesionada por el rechazo al marxismo.

El actual documento de Benedicto XVI merece ahora, ya con menos vigencia del marxismo, una lectura sincera de sus puntos de vista respecto al papel de la Iglesia frente al Estado.

 Partiendo de una vieja afirmación de San Agustín: “sin la justicia ¿qué son los Estados (“reinos” en el original) sino grandes latrocinios?” recuerda el Papa que una tarea principal del Estado es “el orden justo de la sociedad”, que la política no es tan sólo una serie de técnicas para conquistar o permanecer en el poder sino que la justicia como meta de la acción estatal es su meta,  y que ésta es de naturaleza ética.

 “La doctrina social católica no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica… (La Iglesia) quiere servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales.  Esto significa que la construcción de un  orden social y estatal justo, mediante el cual se da a cada uno lo que le corresponde, es una tarea fundamental que debe afrontar de nuevo cada generación. Tratándose de un quehacer político, esto no puede ser un cometido inmediato de la Iglesia. Pero como al mismo tiempo es una tarea humana primaria la Iglesia tiene el deber de ofrecer mediante la purificación de la razón y la formación ética, su contribución específica, para que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables.

“La Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen de la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella mediante la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia sino de la Política”(n. 28).

“El establecimiento de estructuras justas no es un cometido inmediato de la Iglesia, sino que pertenece a la esfera de la política, es decir de la razón autorresponable. En esto la tarea de la Iglesia es mediata, ya que le corresponde contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni estas pueden ser operativas a largo plazo.

“ El deber inmediato de actuar a favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado están llamados a participar en primera persona en la vida pública. Por tanto no pueden eximirse de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”(n. 29).

Las ideas fundamentales de esta posición se dejan reducir a tres: a)rechazo a un fundamentalismo que no distingue entre Estado e Iglesia o como se decía antes a un “neoconstantinianismo de izquierdas”; b) apoyo a la crítica social y a la formación de las conciencias a favor del bien común reñido a veces con intereses personales como tarea inmediata de la Iglesia- Institución; c) apoyo a que los cristianos como personas y ciudadanos se comprometan a favor de un orden justo de la sociedad.

Mucho más original es la posición de Benedicto XVI respecto a la práctica personal e institucional de la  caridad cristiana, del amor que Dios tiene a todos los humanos y que debe manifestarse en atender al pobre, al enfermo, al débil, al necesitado. A una sociedad como la europea que se enorgullece con razón de sus instituciones sociales y jurídicas que tratan de eliminar la pobreza material dice el Papa Ratzinger: “El amor siempre será necesario incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar los más esencial que el hombre afligido -cualquier ser humano- necesita: una entrañable atención material. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, una ayuda con frecuencia más necesaria que el cuidado material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las  obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive “sólo de pan”, una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano” (n. 28).

Conclusión

Se acabó el espacio. Para quienes creen que lo “material” no importa tanto es bueno recordar: “a medida que la Iglesia se extendía resultaba imposible mantener esta forma radical (la de los Hechos de los Apóstoles  2, 44-45: los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y repartían entre ellos según la necesidad de cada uno) de comunión material. Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa”.

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