Una y otra vez, como si no hubiéramos aprendido la lección, desde su inserción en la economía mundial a finales del siglo XIX, el modelo económico dominicano se aboca a cambios compulsivos, a readecuaciones traumáticas. Una constante desde que, entre avances y retrocesos, el país transitara del corte de madera y la ganadería libre a un modelo agro-exportador, del que, dejando tierra arrasada en los ingenios azucareros estatales, pasó a una economía de servicios cuya sostenibilidad flaquea.
Trabas internas. Las nuevas coordenadas geopolíticas, la crisis mundial y cambios en las relaciones comerciales de Estados Unidos agrietan la base de sustentación de la economía nacional, que vuelve a ser zarandeada por su alta vulnerabilidad. Y no sólo por los cíclicos vaivenes externos, sino también por debilidades internas evidenciadas desde antes de tornarse sombrío el escenario internacional.
Al no superarlas, no se conquistó la competitividad requerida en los exigentes mercados globalizados. En los años de alta rentabilidad no fue reestructurada la plataforma productiva ni se invirtió en el pilar por excelencia del desarrollo: el capital humano.
La apertura de los noventa del siglo XX, que demandó importantes reformas, no derivó en un aumento de las exportaciones. Bajo el imperio del fracasado neoliberalismo, los esfuerzos se centraron en la búsqueda de mercados externos, en concertar acuerdos internacionales sin desatar nudos que frenan el desarrollo, sin conjurar los déficits seculares que debilitan la oferta exportable, ineficiencias históricas que impiden el óptimo aprovechamiento del potencial económico, de las ventajas comparativas y el acceso a importantes mercados.
Fuerte retranca expresada en recursos humanos no calificados, escaso desarrollo tecnológico, crédito insuficiente, altos costos de producción en los que inciden el déficit de electricidad, las tasas de interés y el transporte. Asimismo, los magros salarios que mantienen una fuerza laboral desnutrida, desmotivada, improductiva, además de escollos institucionales que persisten pese a las reformas amparadas en un nuevo marco legal.
Como en la industria azucarera, que se emborrachó en la bonanza y no se diversificó ni siquiera ante signos inequívocos del declive, las zonas francas tampoco aplicaron los correctivos pertinentes para mantenerse al abrirse la competencia externa.
No hubo previsión. Y de nuevo sorprenden ineludibles cambios sin un plan de contingencia, una estrategia de desarrollo basada en nuestras potencialidades y necesidades.
Al mediar la presente década asomaron síntomas recesivos reiteradamente advertidos, y hoy, con un panorama internacional adverso y la caída de las exportaciones, amenaza una nueva crisis estructural, como advierte el economista Miguel Ceara Hatton:
__La economía va a entrar en una crisis parecida a la de los ochenta, lo que la ha provocado es que el motor se está apagando. Vamos a tener que sustituir el motor, porque las zonas francas ya no tienen opción y el turismo no ha generado un cambio estructural en promedio. Ha habido intentos, pero todavía el rendimiento por unidad de turistas/día no ha aumentado, sino que disminuye. Se ha estado manteniendo la ocupación compensando precios bajos con volumen. Eso tiene que modificarse, ahora está también el turismo inmobiliario, pero ¿hay algún mecanismo de control para verificar la fuente de esas compras, quién compra, de qué estamos llenando el país?
__En las zonas francas perdimos la oportunidad en los noventa, cuando pudo reestructurarse el aparato productivo, ahí faltó Estado, hay una gran ausencia de un Estado que oriente, planifique, que piense.
__Mientras había plata para repartir no hubo problemas, pero cayeron las exportaciones y ahora vamos a endeudarnos otra vez, porque el Estado necesita repartir. La ineficiencia, el desorden del Estado, la corrupción, la repartición, es lo que ha dado estabilidad al sistema político, es una perversidad pero así funcionó. El mismo presidente Leonel Fernández dijo una vez sobre el PEME que prefería repartir a reprimir. Y así ha funcionado todo el sistema, repartir, repartir. ¿Hasta dónde vamos a llegar?, no se sabe, lo que se hace evidente es que los motores están apagándose, y los vamos a sustituir parcialmente por deuda.
El modelo debe dar un giro, cambiar la estructura de valores. La fuente de competitividad es hoy el conocimiento, la tecnología. Su portador es el ser humano, y si no mejoran sus condiciones de vida, su capacidad cognoscitiva, el sistema de educación y salud, se estará lejos de un modelo sostenible de desarrollo
Las claves
1. Industria azucarera
Apuntalada por una buena coyuntura internacional, la industria azucarera impulsó la economía, que de 1969 a 1976 creció a una media anual de 10%. Su ritmo descendió al 4.9% en 1976-1980.
2. Crisis de inserción
Con la reestructuración del modelo económico en los 80, el país sufrió gran inestabilidad macroeconómica, inflación, aumento de la pobreza y la emigración, entre fuertes convulsiones sociales.
3. Turismo y zona franca
Del 8.8% y 5.4% del total exportado en 1971-1980, las exportaciones de servicios turísticos y bienes de zonas francas crecieron notablemente en 1991-2000, alcanzando 28.9% y 51.1% respectivamente.
4. Reestructuración
En la presente década el modelo muestra signos de agotamiento. El deterioro de las exportaciones, entre otros indicadores, evidencian la necesidad de una reingeniería en la dinámica económico-institucional para volver al crecimiento.
Cambios drásticos en la economía
Cambios en la política comercial de EE.UU impulsaron el modelo basado en la industria azucarera, consolidado en los años 60 cubriendo los campos de cañaverales, reforzando el monocultivo. El azúcar reactivó la economía, pero declinó a finales de los 70 con la baja de precios y drástica reducción de la cuota preferencial de EE.UU para sus importaciones azucareras, contraídas por la producción de sirop de maíz.
Pese a tempranas advertencias, los proyectos para diversificar la industria quedaron engavetados. Los ingenios estatales se extinguieron con la privatización, ineficiencia y corrupción, con la venta a precio irrisorio de sus tierras.
El país sufrió una crisis de inserción en los 80, en menos de un decenio se desmanteló la industria azucarera y la de sustitución de importaciones, surgiendo turismo y zonas francas como puntales del desarrollo. Florecieron, pero las zonas francas textiles no conquistaron un mercado, no crearon las condiciones para competir, no crecieron por su competitividad sino a expensas de incentivos, del esquema preferencial con la Iniciativa de la Cuenca del Caribe. Al cesar esas facilidades tras acuerdos comerciales de Estados Unidos, su dinamismo mermó, y en el último quinquenio las exportaciones del sector bajaron y perdieron 110 mil empleos.
El declive no sorprende a economistas, pues los incentivos, sean fiscales o de acceso a mercados, impulsan pero no constituyen una plataforma permanente para desarrollar un sector.
El turismo masivo que dio a conocer al país como destino y que, contrario a zonas francas, creó eslabonamientos intersectoriales, no es sustentable a mediano plazo por la explotación irracional y daños medio ambientales, concesión de permisos en áreas protegidas y no diferenciación de la oferta turística respecto a competidores del Caribe.