Nuevos reclamos: “artesano” y “ecológico”

Nuevos reclamos: “artesano” y “ecológico”

Madrid. EFE.- Hace unos días, en Madrid y a la hora del aperitivo, con los termómetros a punto de estallar y el sol cayendo a plomo sobre el asfalto, sentí ganas de refrescarme con una cerveza bien fría; para los españoles la cerveza tiene más de refresco que de bebida alcohólica, aunque sepamos que lo es.

Entré en un bar próximo, para mí ignoto. Se estaba bien: la temperatura no era heladora, como tantas veces ocurre con el aire acondicionado puesto a tope; se podía respirar sin tiritar. No había demasiada gente, así que tampoco había demasiado ruido. Ya digo: se estaba bien, y ya estaba yo felicitándome por haber entrado allí.

Llegué a la barra, me encaramé a un taburete y, a la pregunta de “¿qué va usted a tomar?” respondí: “una cervecita bien fría”.

Mi interlocutor me dijo: “aquí tenemos nuestra propia cerveza, hecha por nosotros, en plan totalmente artesanal y ecológico”. Resistí a mi primer impulso, que era salir corriendo, y me limité a rectificar mi pedido: “póngame usted un agua tónica”.

No lo puedo evitar: cuando me dicen que algo de comer o de beber es “artesanal” y “ecológico” se me encienden todas las alarmas. No es que yo tenga nada contra los artesanos ni contra la ecología; es que se trata de dos palabras-trampa, de dos palabras-reclamo, de dos envases vacíos de contenido, utilizados sencillamente como cebo para el consumidor incauto y bienintencionado. Lo artesanal vende, en oposición a lo industrial; se supone que un artesano pone en su trabajo una serie de valores que no están en el producto masificado.

Se supone. Porque cada vez que he picado y he aceptado una cerveza hecha en la casa, artesanal, me he encontrado con brebajes nada agradables, con un regusto a regaliz que está en las antípodas gustativas del sabor de una cerveza bien lupulada, con el amargor que ello conlleva. Tampoco tengo nada contra la ecología, cómo iba a tenerlo. Sí lo tengo contra quienes la utilizan como «modus vivendi», como manera de llamar la atención y, sobre todo, como reclamo para atraer al espectador ingenuo, que cree de buena fe que lo que le venden es ecológico, aun no sabiendo muy bien de qué se trata.

Miren, yo cada vez que oigo hablar de un tomate ecológico siento una inmensa pena por el pobre tomate. Me lo imagino allí, en su tomatera, expuesto a los ataques de parásitos, de insectos, sin más defensa que la que pueda aportar por sí mismo, sin ayuda humana: un tomate abandonado a su suerte, un tomate que no tiene quien le cuide. Si sobrevive será casi un milagro. Y, por supuesto, no tengo la menor idea de lo que pueda ser un vino ecológico (¿si viene una plaga no se trata la viña y se deja perder la cosecha?) o una cerveza ecológica hecha en la trastienda de un bar.

No. Yo huyo cuidadosamente de las hermosas palabras convertidas en meros reclamos comerciales. Hoy se aprecia lo artesano, lo ecológico, así que mucha gente se aprovecha de ello y se limita a poner esa etiqueta a uno u otro producto: siempre habrá quien pique. Y, como no hay inspectores que comprueben su realidad, no me fío absolutamente nada.

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