Numerados y vigilados

Numerados y vigilados

En las grandes ciudades de hoy, todos sobrevivimos numerados, clasificados, catalogados, empadronados; tenemos una cédula de identificación personal. Una ficha de recaudación de impuestos, un carnet donde se hace constar nuestro tipo de sangre. No hay que decir que también están registrados: nuestro número de teléfono, dirección electrónica, contrato de energía eléctrica, póliza de servicios médicos y quirúrgicos. Si, por mala suerte, tuviéramos un accidente automovilístico, la placa de nuestro vehículo aparecería en un expediente policial. Y peor sería si participáramos en un litigio en los tribunales. En este caso, quedaríamos marcados en la memoria imborrable del poder judicial: la lista de ciudadanos con antecedentes penales.

Desde el acta de nacimiento que procuran nuestros padres, hasta el acta de defunción que levantan hijos o nietos, estamos atados a un número, código, folio o registro, sea civil o notarial. Por eso surge en algunas personas la manía del anonimato. Sé de ciertos viejos que desean ir a comer a los restaurantes suburbanos, donde no los conozca nadie, ni les alcance la mirada del inspector o del policía. Actualmente, cines, bancos, supermercados, tienen instaladas cámaras de televisión que graban tu imagen si pasas por delante de ellas al pagar una cuenta o hacer un depósito. No sólo estás numerado y catalogado como una pieza de museo; también estás vigilado por medios apenas visibles.
Las redes de “Internet” que usamos todos los días para enterarnos de las noticias y comunicarnos con nuestros familiares y amigos, no están exentas de subrepticia vigilancia, sea por parte de los gobiernos o de “piratas informáticos”. Como prueba de lo dicho, no hay más que mencionar el escándalo internacional de Edward Snowden, consultor tecnológico norteamericano, antiguo empleado de la CIA, quien tuvo que pedir asilo político en Rusia. Para unos es un héroe; para otros, un traidor a su país.
Sentirse observado de manera permanente es una desagradable sensación para las personas “de alguna edad”. Para los jóvenes adictos a los “selfies”, que gozan difundiendo fotografías de los actos en que participan, no es así. Están acostumbrados a la “exposición continua”. Han aprendido a exhibirse, como si fuesen unas “vedettes” sin empleo. Los “atrasados” adultos mayores no se adaptan todavía.  Sueñan, ingenuamente, con poder “traspapelarse”.

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