Por Francisco Franco
La principal y más trascendental novedad jurídico-institucional introducida en nuestra ley de leyes de 2010 fue la creación del Tribunal Constitucional (art. 184) como órgano de justicia constitucional especializada, instauración que colocó a nuestro país entre el concierto de naciones que encargan a un órgano concentrado de justicia constitucional – dotado de autonomía constitucional – la última interpretación y verificación de la conformidad de todo el accionar público – y privado – con la Constitución.
La posición y encomienda del Tribunal Constitucional en la democracia es un tema aún no exento de controversia.
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En la doctrina podemos encontrar quienes, con comprensibles razonamientos, cuestionan la legitimidad jurídico-política de los mismos, desarrollándose una “objeción democrática” respecto a estos guardianes de la Constitución. El argumento y cuestionamiento es concreto – incluso cautivador -, y se sostiene en que dado que estos no cuentan con una delegación directa del Soberano – el pueblo – estos no deben tener la última palabra respecto a la interpretación y aplicación del texto sustantivo.
Y aunque existe esta disidencia doctrinaria viene siendo pacíficamente aceptado que la legitimidad de los órganos concentrados de constitucionalidad, pero igualmente de todo el sistema de justicia, se determina por las reglas de representación y legitimidad del Estado constitucional por lo que esta validación democrática “viene dada por la decisión y la legitimidad del poder constituyente que establece la Constitución, que es el que dota de legitimidad a los órganos constituidos y determina su forma de integración” (NOGUEIRA ALCALÁ, H.). Esto ha sido claramente explicado por nuestro Tribunal Constitucional en sus precedentes, entre ellos, en las sentencias TC/0175/13 y TC/0001/15, en las que se explicó que “Los órganos autónomos […] creados directamente por la Constitución […] no se encuentran investidos de legitimación democrática directa, lo que análogamente sucede con el Poder Judicial”.
La forma de la designación de los jueces como principal preocupación de la objeción democrática y de “la dificultad contramayoritaria” del control constitucional ha llevado a la creación de distintos métodos de conducir la decisión política de nombrar los jueces constitucionales y de altas cortes, distinguiéndose tres grandes categorías o sistemas de elección, (a) la selección por concurso, donde el cargo es resultante de un proceso competitivo, (b) la selección por elección popular, que propugna por que los jueces elegidos sean representantes del pueblo, mecanismo que vendría a evitar la dificultad contramayoritaria pues dotaría de legitimidad directa a los jueces del órgano, y (c) los mecanismos de selección política, que a su vez se distinguen entre (c1) los mecanismos representativos, que en función de la separación de poderes y del principio del pluralismo propugna por reservar a cada poder del Estado y ciertos estamentos de la sociedad la composición de los órganos constitucionales, y (c2) los mecanismos cooperativos que instan al diálogo y cooperación de los poderes y órganos públicos en la selección. Allí encontramos la división entre mecanismos de instancia única – sea este un Consejo ad-hoc como sucede con el Consejo Nacional de la Magistratura o cuando esta autoridad se concede al Congreso – y mecanismos de doble instancia o “two layered appointment mechanisms”, que presupone la interrelación entre un órgano que nomina y un órgano que ratifica o hace la selección final – tal cual sucede en los Estados Unidos con la designación de los jueces de la Corte Suprema-.
La culminada renovación de nuestro Tribunal Constitucional permite evaluar los resultados del sistema constitucionalmente implementado. Y tanto la impronta jurisprudencial e institucional que deja la gestión encabezada por un hombre-Estado como Milton Ray Guevara – y quienes le acompañaron en estos primeros 12 años – como las escalonadas inclusiones – incluyendo la atinada designación de Napoleón Estévez Lavandier como nuevo presidente – permiten dar un justo espaldarazo al sistema de legitimación democrática establecido, pero también es, y que no quepa ninguna duda, muestra palpable de la madurez y solidez de nuestra democracia.