Ocaso del régimen tricéfalo de partido único

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FABIO RAFAEL FIALLO
Las contiendas electorales pueden ser clasificadas en dos grandes categorías. En la primera, cada candidato trata de adaptar su programa político a los gustos y preferencias del votante promedio, de aquel que se sitúa en el centro o línea mediana del espectro político, y para ello va progresivamente puliendo y moderando sus ideas y propuestas.

 Los candidatos rivales tratan de hacer lo mismo a fin de ganarse la simpatía del codiciado votante. De tal forma que las plataformas políticas tienden a asemejarse tanto que al final resulta difícil percibir la diferencia entre dichas plataformas. La elección se juega entonces en función de la capacidad de cada candidato de convencer al votante promedio que es más eficaz que los otros para poner en práctica el conjunto de propuestas. Nos encontramos en este caso delante de lo que puede llamarse un fenómeno de “centrismo electoral”.

En la segunda categoría, uno o varios de los candidatos aspiran fundamentalmente a movilizar y galvanizar su propio campo y trata, ya no de moderar su discurso a fin de agradar al votante promedio, sino más bien de convencer a éste que estaría mejor servido por ese programa que por el del candidato rival. Aquí se trata de lo que, en base a los trabajos del economista y sociólogo Alberto Alesina, ha sido llamado “radicalismo político” (ver artículo de Daniel Cohen, “Stratégies de campagne”, diario Le Monde, 24 de noviembre de 2006).

El centrismo electoral se observa más frecuentemente que el radicalismo político. Pues un candidato corre menos riesgo tratando de adaptarse a las preferencias del votante promedio que intentando convencer a éste de sumarse al campo del candidato en cuestión. No obstante, existen circunstancias en las que cabe optar por la vía del radicalismo antedicho; éste es particularmente el caso cuando las condiciones están maduras para cambios fundamentales o cuando los partidos rivales sufren de un descrédito general.

La clasificación que acabamos de describir trasciende las

divisiones ideológicas. Al igual que el centrismo electoral, el radicalismo político puede ser utilizado indistintamente por un candidato situado a la izquierda o a la derecha del espectro político. Tanto Margaret Thatcher en Inglaterra en 1979 como François Mitterrand en Francia en 1981 manipularon un discurso radicalizado. En ambos casos, el desprestigio del campo adverso (el partido laborista en Inglaterra, el presidente Giscard d’Estaing en Francia) era tal, que el votante promedio optó por volcar su apoyo al candidato que encarnaba la radicalización.

Es ese mismo fenómeno que, recientemente, ha llevado en América Latina a varios candidatos de izquierda al poder, en particular a Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Carlos Correa en Ecuador, e inicialmente, a Lula da Silva en Brasil. El desprestigio de los partidos tradicionales hizo que el votante promedio respaldara los planteamientos del candidato sin pasado gubernamental. Nótese sin embargo que otras figuras de izquierda le deben su triunfo a una estrategia electoral de tipo centrista, como por ejemplo Nicole Bachelet en Chile y Daniel Ortega en Nicaragua, éste último habiendo logrado deshacerse de la imagen de extremista que hasta entonces lo había acompañado.

En nuestro país, las primeras elecciones después de la caída de la tiranía estuvieron regidas por un esquema más cercano al radicalismo político que al centrismo electoral. Ambos candidatos trataron, no de diluir sus discursos respectivos a fin de acercarse al votante promedio, sino de llevar a su campo a dicho votante: Juan Bosch esgrimiendo exitosamente el lenguaje de lucha de clases, Viriato Fiallo abogando por la destrujillización de las instituciones de nuestro país.

Por el contrario, con las elecciones de 1966, el país entró en un ciclo de centrismo electoral. Con una estrategia simétrica a la de Daniel Ortega en 2006, Balaguer intentó deshacerse de su imagen de símbolo de la tiranía, ofertándose como el candidato de la paz frente a un Juan Bosch que llegó a representar entonces la imagen de nuestra guerra fratricida y que, con su famoso llamado a ir a votar “con palos y piedras”, mostró no haber captado que, a diferencia de 1962, en las nuevas condiciones un discurso de radicalismo político no tenía posibilidades de triunfar.

A partir de entonces, tanto el Doctor Balaguer como el PRD

de Peña Gómez adoptaron en cada elección una estrategia centrista: más que de divergencias en los programas de gobierno, se trataba de saber cuál de los contendedores sería más eficaz y probo en la gestión de los asuntos del Estado. La batalla por el votante mediano terminó por ser ganada en 1978 por el PRD, instaurándose así el juego de la alternancia en el poder.

En esa época, el Profesor fue abandonando paulatinamente

su estrategia de radicalismo político. Pone de lado su tesis de la “dictadura con respaldo popular”, se reintegra en los años 80 al proceso electoral y en 1990, a raíz del desmoronamiento del muro de Berlín y el consiguiente colapso del socialismo real, ajusta su programa y propone un plan de privatizaciones con todas las de la ley.

Con ese giro, el PLD adopta una estrategia de centrismo electoral, tratando de obtener el apoyo del votante promedio, hasta alcanzar, a través del “Pacto Patriótico”, el poder.

Desde ese momento no son dos, sino los tres partidos claves en la arena política dominicana los que deciden jugar la carta del centrismo electoral. Sus discursos acaban por parecerse, lo que les permite entrar en alianzas efímeras y cambiantes. Se instaura así en el país lo que llamé en un artículo anterior nuestro “régimen tricéfalo de partido único” Hoy, 10 de marzo de 2006), en el que se destacan diferencias de personalidades y de eslóganes más bien que de plataformas de acción.

Ese régimen tricéfalo se está quedando sin aliento. Si no el descrédito, al menos la impotencia frente a los graves problemas del país (pobreza, delincuencia y corrupción) ha roído la solidez del sistema. Los partidos se suceden en el poder, se unen y desunen, sin que la mayoría de la población vea por ello su suerte mejorada.

Las condiciones están maduras, pues, para un cambio de combate político, para el abandono del centrismo electoral y su reemplazo por un esquema de radicalismo político que proponga un claro programa alternativo al de los tres partidos que durante las últimas décadas se han repartido a través del poder los destinos del país.

Para ello se requieren sin embargo dos factores que la inercia intelectual de los sectores que aspiran al cambio ha impedido hasta ahora plasmar: la formación de un movimiento político a la altura del nuevo desafío y la articulación de un programa coherente de reformas, capaz de ir más allá de los eslóganes, certidumbres y veneraciones que han terminado por anquilosar nuestra facultad de pensar y analizar.

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