Eres fiero, salvaje e ingobernable. No pides compasión y mira a todos con desdén. No hay freno que te detenga ni arma que te derribe.
Son tus ojos carbones encendidos y los que contigo se tropiezan se confiesan a sus dioses.
La puerta de tu rostro está forjada por feroces hileras de dientes, tan terribles, que mirarlos produce desmayo.
Del centro de tus fauces y de tu nariz surge el fuego y el humo de volcán.
Con tu estornudo hierven las aguas, huyen las ballenas y quema las algas y los juncos.
Imposible es quitarte tu coraza y tus escudos. Cuando apresa la víctima, desgarra sus partes como hilacha de trapo.
Tu rugido estremece al mar, encrespa las olas y produce maremotos.
Nadie puede atraparte con garfio, arpón, espina o anzuelo.
Nada atraviesa tus quijadas ni tu potente cabeza, inmune al hierro, al bronce y al acero.
Ni un solo rasguño pueden causarte la jabalina, la honda y la espada.
Los traficantes de carne no pueden ilusionarse con tu precio.
Tu vientre y tu corazón, protegidos por escamas gruesas y entrelazadas, nunca llegarán a los mercados.
Cualquier criatura puede ser tomada como entretenimiento, empero a ti, ¿quién puede enjaularte y llevarte cual regalo de princesa?
Las cuerdas no te resisten y las embarcaciones son como paja ante tu espesor.
Eres el rey de los mares.
Cuando paseas, una relumbrante cabellera va dejando tras de ti.
Solo Behemot, con su atrayente imponencia, puede jugar contigo y conquistar tu amor.
Tu corazón no conoce el terror y está seguro de que nadie podrá tocarte ni arrebatarte lo tuyo.
Vive como el rey de los reyes.
Cuando descansa, ¿quién puede acercársete o despertarte?
¡Ay del que lo haga!