Un mandatario conversaba en su despacho con un amigo. Le confiaba tener evidencias sobre actos graves de corrupción del gobierno anterior, que comprometían directamente al ex mandatario. El amigo y visitante le preguntó por qué no lo sometía a la justicia. “A un presidente no se le puede meter preso”, le respondió. Con el tiempo, el visitante llegó a entender que es prácticamente imposible ser gobernante en un país como este sin incurrir en actos reñidos con la ley, algunos de ellos graves. Cualquier dominicano lo sabe, pero si hoy día hay grande protesta e inconformidad, y hasta fobia generalizada respecto a la corrupción administrativa del Estado, es porque las cosas se les fueron saliendo de las manos, progresivamente, a mandatarios acaso bien intencionados en sucesivos gobiernos. Los estudiosos de la iniquidad y del caos están convencidos de que no hay pecados pequeños, en el sentido que lo más inocuo en apariencia puede conducir a grandes males. Por décadas los gobiernos han alimentado, progresivamente, el clientelismo como estrategia de estabilización, y cooptado partidarios y allegados, compañeros y compañeritos; involucrando cada vez mayor número de personas, gente común que tan solo tenía necesidad de un sueldito, una tarjeta, o un empujoncito económico. Esa estrategia de sustentación-legitimación ha resultado demasiado costosa desde el punto de vista moral e institucional, y, desde luego, presupuestal. En detrimento de mayorías. Demasiados favores personales y excepciones hacen impracticable la autoridad en lo legislativo, judicial y administrativo del Estado. Pero, dirán: “Cómo no hacer favores en un país donde todos tenemos parientes, colaboradores y amigos muy pobres”.
La preocupación mayor ha de ser la de la estabilidad y dinámica del sistema, al tiempo de procurar el bien general; porque todas las prácticas corruptas obligan a enormes esfuerzos para mantener la gobernabilidad, y el fracaso en ello puede llevar a una situación en la que todos pierden, como observamos en varios países de la región. Juan Bosch propuso luchar para obligar al gobierno a sus propias leyes. Aquello pareció una claudicación, viniendo de un líder revolucionario. Pero se trataba de lo mejor que se podía obtener entonces del gobierno de Balaguer. Ni siquiera eso fue posible. De ello se dio cuenta el presidente de mi anécdota, quien consideraba un proceso peligroso y desestabilizador aplicar la ley a un ex mandatario. (Probablemente ya andaba incurriendo en sus propios e inevitables pecados). Esto hay que pararlo, aunque haya que negociar con los propios infractores y delincuentes. Forzar la solución ideal puede llevar a no solución alguna.
Todo orden social, justo o injusto, es siempre un proceso conflictivo de negociación permanente.
Llamar a la prudencia a personas indignadas, estafadas, en estado prolongado de ansiedad respecto a un futuro incierto, no es justo, tampoco tarea sencilla. Esta crisis comenzó el mismo día que los conquistadores desembarcaron en la “isla de la vicisitudes”, como la llamó Boíl. No hay que detenerse, tampoco desesperarse. Pongámonos, con Bosch, de nuevo, a presionar y ayudar, para que el Gobierno se atenga a las Leyes de la República. Odebrecht es la oportunidad.