Ojo por ojo y diente por diente

Ojo por ojo y diente por diente

POR FIDEL MUNNIGH
Estados Unidos, Irán y China realizan el ochenta por ciento de las ejecuciones que se llevan a cabo en todo el mundo

En el Antiguo Testamento, en el libro del Levítico (24, 19-20), se establece la Ley del Talión, conocida también por la ley del «ojo por ojo y diente por diente».  Jehová habla a Moisés y le dice: «Y el que causare lesión en su prójimo, según hizo, así le sea hecho: rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente, según la lesión que haya hecho a otro, tal se hará a él».  Y consagra la pena de muerte: «El hombre que hiere de muerte a cualquier persona, que sufra la muerte».

Esta ley divina rigió durante siglos la vida del pueblo judío.  En esencia, establecía un castigo de la ofensa mediante una pena del mismo tipo. Su principal virtud residía en que se trataba de una pena proporcional al perjuicio sufrido, que evitaba la sed de venganza y el castigo desproporcionado.  Su mayor defecto consistía en que ordenaba suplicios tan horribles como la mutilación y la lapidación.  Porque la pena no siempre era proporcional a la ofensa. La blasfemia, o el adulterio, por ejemplo, se castigaban con la muerte por apedreamiento.

La ley del Talión instituye la pena capital en la tradición judeocristiana.  Sin embargo, el principio del «ojo por ojo y diente por diente» no es un principio cristiano, sino judaico.  Cristo supera la ley mosaica, pero la supera asimilándola:   «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir» (Mateo 5, 17).  En su lugar trae una ley nueva: la del amor y el perdón.  Todos conocemos el episodio de la mujer adúltera, llevada a Jesús para ponerle a prueba.  La ley de Moisés ordenaba apedrearla hasta morir.  Jesús la perdona y desarma a sus acusadores con esta respuesta: «Quien esté libre de pecados, que tire la primera piedra».  Nadie está libre de culpa.  Todos somos pecadores.

Jesús enseña el perdón y el amor al prójimo; Buda predica la compasión; Gandhi afirma la fraternidad universal y la no violencia.  En ninguno de ellos hay lugar para la «ley del Talión» como sistema de justicia.  «El ojo por ojo acabará dejando ciego a todo el  mundo», solía decir el Mahatma.  No lo olvidemos: Sócrates y Jesucristo fueron víctimas de la pena capital.

La ejecución de un prisionero es absolutamente incompatible con el perdón cristiano. Un asesino arrepentido es también un ser digno de compasión, aunque él no la haya tenido en lo más mínimo con su víctima. Escribo compasión, no perdón.  Si no se cree en el arrepentimiento, ¿por qué entonces se le exige? Hasta a los criminales de guerra nazis, culpables de genocidio contra la humanidad, se les preguntó una y otra vez en el proceso de Nuremberg si no se arrepentían de sus actos. ¿Cómo saber si el criminal está verdaderamente arrepentido? ¿Cómo probarlo de manera irrefutable? ¿Sería una prueba verdadera su comportamiento durante el tiempo de reclusión penal? Admito que estas cuestiones son difíciles de dirimir.  El arrepentimiento no lo libra de culpa, no lo vuelve inocente ni le hace merecedor de indulto; tampoco devuelve la vida a la víctima.  Simplemente, lo humaniza ante los ojos de la humanidad como lo que en verdad es: un asesino arrepentido. Y pienso ahora en el atormentado Raskólnikov, no en el arrogante Timothy McVeigh, el asesino de Oklahoma; pienso en Karla Faye Tucker, la primera mujer ejecutada en los Estados Unidos desde 1984, y no en Chykatilov, el carnicero de Rostov; pienso en Alex, el adolescente ultraviolento de La Naranja Mecánica, y no en los jóvenes asesinos del niño Llenas Aybar.

La evidencia demuestra que el objetivo confeso de la pena capital ha fracasado del todo.  Ella no disuade a nadie, ni sirve de escarmiento alguno, ni frena los crímenes violentos.  Ningún asesino en serie ha dejado jamás de cometer asesinatos por temor a ser ejecutado en la silla eléctrica. 

Hay aún otra evidencia: la práctica legal de la pena de muerte tiende a borrar las diferencias entre democracia y totalitarismo.  En su aplicación –estatal o federal- coinciden sospechosamente sociedades democráticas y regímenes totalitarios, países occidentales y orientales: Estados Unidos y Cuba, México y China, Guatemala y Tailandia, Irán y Rusia, Ucrania y Arabia Saudita; Bush y Castro, norteamericanos y chinos, republicanos y fundamentalistas musulmanes, demócratas y comunistas. He aquí un dato curioso y revelador: Estados Unidos, Irán y China realizan el ochenta por ciento de las ejecuciones que se llevan a cabo en todo el mundo. Siendo gobernador del Estado de Texas, el presidente estadounidense George Bush firmó 152 órdenes de ejecución de convictos y se negó sistemáticamente a otorgar clemencia.  ¡Si no es un récord, es un promedio impresionante! Habría que preguntarse qué otra cosa hacía el ex gobernador Bush, aparte de firmar sentencias de muerte.

La abolición de la pena capital elimina para siempre la espantosa posibilidad de que personas inocentes sean ejecutadas por error, como ha sucedido no pocas veces.  El dato arrojado por investigaciones exhaustivas señala que, desde principios del pasado siglo, veintitrés personas inocentes han sido ejecutadas y otras ochenta se han salvado milagrosamente del «pasillo de la muerte», donde esperaban turno, por evidencia abrumadora de inocencia.  En un frío y cínico cálculo de probabilidades, la muerte de inocentes sería un hecho más, una consecuencia involuntaria, lamentable pero inevitable, de la existencia de la pena capital.  Serían «daños colaterales», para decirlo en el lenguaje bélico empleado durante los bombardeos de la OTAN contra Serbia y Belgrado, reivindicado por el ejecutado McVeigh.

Se dirá,  con inocultado cinismo:   es posible que, de vez en cuando, algún inocente muera por error.  Pero, ¿qué es esto comparado con el número de culpables que serán ajusticiados? Para cualquier persona sensata, esto es abominable.  Freír en la silla eléctrica o ponerle inyección letal a un inocente es tan criminal como el peor de los crímenes.  La vida de un inocente ejecutado «por error» es tan digna y valiosa, y su pérdida tan irreparable, como la de la otra víctima en cuyo nombre se pretende hacer justicia.

Las sociedades occidentales, con la norteamericana a la cabeza, se jactan de ser sociedades «civilizadas», respetuosas de la vida y la dignidad humanas. Pero en una sociedad civilizada, el castigo para el criminal debe ser la privación de su libertad y sus derechos civiles, su exclusión radical de la sociedad, no la supresión de la vida.  La pena capital es sólo un vestigio infame de la premodernidad y la barbarie, inconciliable con la existencia de un auténtico Estado de Derecho.

Fidel Munnigh es filósofo y profesor en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

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