Ojos que no ven…para comer tranquilo

Ojos que no ven…para comer tranquilo

Horacio

El trigo -crudo y áspero- consumido antes de llegar a pan, la soya, antes de convertirse en
pollo; el sorgo, previo a que determine el grosor de las piernas de cerdo. Opciones que
resultarían contraproducentes para alimentarse sobrellevando las alzas de precio de materias primas importadas que los intermediarios agravan.

«Y todo como el diamante, antes que luz, es carbón» dijo en versos José Martí. Adelantarse par ir al encuentro de las » bondades» de los componentes naturales antes de convertirse en productos terminados, es un tremendo desafío.

Sería como ver en su interior a las panaderías tradicionales que no han desaparecido por
completo. Reparar en lo que ocurre allí con cualquier kilo de cereal molido, antes y después
de horneado, quitaría el apetito. Elaboraciones en sudorosas semi desnudez de operarios que no cuidan el tocado de narices, glúteos y verijas de sus desguantados dedos para luego
practicar la artesanía.


Los más importantes comestibles del diario vivir provienen de unos ensamblajes que es
preferible desconocer. A eso le llaman producir y criar a seres irracionales para convertirlos
en atractivos y dignos de ver a base de «cortes profesionales» encargados a artífices de la
rebanadera con «diplomas de honor».


Pero toda esa magia consiste primero en hartar ganados bovinos y porcinos y bebés de
gallináceas de unos forrajes que llegan al país al granel en sombríos buques, como son casi
todos los de las navieras, que en lo esencial no se diferencian de los que cargan barbaridades de toda especie, como clinker, yeso y varillas metálicas oxidadas.

Lo único es que esas otras cosas se destinan a la construcción de edificios. No a formar músculos y energizar a los humanos.

El filete vacuno pasa por fases desagradables antes de parecernos apetecible en góndolas
refrigeradas y luminosas. Su «empaque» original incluye la dureza de cuero y pelambre y la
convivencia de rumiantes por buen tiempo con todos los malos subproductos que el
poseedor de la carne y sus compañeros de domicilio arrojan al ambiente, allá en los establos que para ser tales tienen que carecer de higiene.


Luego viene el sanguinolento espectáculo a cargo de los matarifes que las sociedades
protectoras de animales colocan en la misma categoría de Lucifer. Los choques eléctricos,
típicos de los «pedestales» de sacrificio, preceden a balines y cuchilladas, trances que
precipitan defecaciones porque, aunque usted no lo crea, los cuadrúpedos tienen sistemas
nerviosos para caer en pánico y fuertes instintos para tratar de sobrevivir.

De modo que antes de aparecer como jugosos bistec y lomos delicadamente adobados y cuidadosamente rodeados de guarniciones, lo que ocurre es un ruidoso e impulcro descuartizamiento con pataleos que, de saberse, crearían cargos de conciencia a los comensales.

El primor de los bizcochos de bodas y otras exquisiteces de la pastelería que hacen agua la
boca no serían tales si las gallinas ponedoras restringieran su conductos digestivos a que solo pasara por allí lo que es tan propio de su naturaleza, tanto como el darles huevos por un tubo y siete llaves a los consumidores: también tienen necesidad de echar para fuera el
resultados de su digestión. Con un tracto intestinal de doble funciones, cada ave siempre ha
sido capaz de hacer cosas que las harían sentir orgullosas y otras de las que huyen sin recoger.


El típico olor de los galpones de granjas deja dicho que no todo lo que se deriva de ellas viene con clara, yema y cascarón.

No hemos hablado de los orígenes de las chuletas de la rama porcina que antes de llegar a los más finos restaurantes forman parte de un todo que incluye patas, rabos y hocicos y que en la etapa primaria de su existencia es débil por los revolcaderos en pisos sin barrer. A los toscos proveedores de esa pieza sabrosa les llaman puercos, y por algo será.

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