Olor a corrupción

Olor a corrupción

Pedro Gil prefirió irse de Granada porque la riqueza tocó las puertas de su humilde casa. El “Diario de Granada” no tuvo oportunidad de ofrecer la primicia de la transformación de la humilde familia. Tampoco las radiodifusoras ni las televisoras dieron la noticia. Fue un barbero, vecino, quien notó que los Gil pasaban de pobres de solemnidad a las acariciadas fragancias de la opulencia. Y ni siquiera percibió cambios reveladores. Basado en la vanidosa condición de Peregila Emperejilada, notó el fulgor de un brillante en una oreja de la sencilla mujer.

Los medios granadinos de comunicación social no jugaron papel alguno en la proliferación de la noticia. Es probable que, hacia los días en que la leyenda sitúa estos sucesos, ni siquiera existiesen periódicos. ¡Mucho menos radiodifusoras y televisoras! En cambio existían personas pendientes de las vidas ajenas. Y en el caso de Pedro Gil, debía poseer techo de cristal, pues era el aguatero de Granada, y, en esta calidad, hombre público.

Permítanme, empero, que comience por el principio. España era para Washington Irving un sueño en lontananza. Interesado en escribir sobre la reconquista de Granada y una biografía de don Cristóbal Colón, armó viaje. Escribió dos celebrados libros de ambos temas. Fueron en cambio sus “Leyendas de la Alhambra” las que lo tornaron escritor para apetitos juveniles.

En uno de esos relatos encontramos a Pedro Gil. Una noche, de retorno a su casa con los jumentos que le servían para cargar los cántaros, escuchó los lamentos de una persona. Se acercó al lugar desde donde provenía el gutural llamado. Horrorizado contempló el cuerpo yacente, pero vivo, de un moro. Luchó por un instante entre los tormentos a que se exponía en caso de ayudar a este hombre y su piedad cristiana. Más pudo la conmiseración despertada por los quejidos del moro que la posibilidad de una lapidación.

Lo llevó a su casa y su mujer se aterró al recibir al inesperado huésped. Pedro impuso la presencia del moro, al apelar a la caridad de los suyos. El auxilio ofrecido al enfermo no sirvió de nada. Presintiendo su fin, el moro llamó a su samaritano. Agradecido de su bondad y atenciones, le informó de la existencia de un tesoro en cuevas subterráneas de la ciudad. Tras la inhumación del cadáver del moro, Pedro comenzó a sacar el tesoro. No hubo cambios en la vida familiar. La ostentación, empero, impuso su reclamo sobre Peregila. El barbero entrevió el tintineo de unos brillantes. No pudo reconocer la admirable belleza de la alhaja, pero percibió su brillo.

Y denunció a Pedro. Apresado, amenazado por las autoridades, confesó el descubrimiento. En realidad deseaban posesionarse del tesoro. Pedro los llevó y valiéndose de una contraseña de la que le había hablado el moro, los dejó enterrados en la gruta. Salvado porque no estaba de Dios que cayese vencido por malévolos señores, salió de Granada con sus queridos hijos y su vanidosa mujer. Sabía que no en todos es ostensible la sobriedad y la templanza. Y a Peregila la vivió débil. Ocurre lo mismo con cuantos ponen mano en frutos ajenos. Es difícil agarrarlos cargando con la masa. Pero al igual que el barbero advertimos por la ostentación el cambio de vida.

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