Cultura
República Dominicana, un país que no cabe en etiquetas
El entretenimiento no es un diagnóstico social, es una respuesta humana a la vida que toca vivir
Zona Colonial
Muchas veces, cuando se habla de nuestro país, la conversación se divide en dos orillas: una que mira con desdén lo que “consume la mayoría” y otra que idealiza una minoría dedicada a la belleza, la lectura, la reflexión.
Sin embargo, ninguna de esas miradas alcanza a contener la complejidad humana que late en nuestra realidad. Y es que no existe una sola República Dominicana. Existen muchas, superpuestas, cruzadas, vividas desde desigualdades históricas que no pueden reducirse a juicios morales, porque esos juicios no son más que otra arista de la desigualdad, solo que maquillada de análisis sociocultural.
Sí, existen quienes encuentran alivio en lo ruidoso, lo ligero, lo inmediato. No porque carezcan de valores, sino porque han vivido en un país donde la preocupación diaria, la precariedad o la falta de oportunidades dejan poco espacio para elegir otro tipo de refugio.
El entretenimiento no es un diagnóstico social, es una respuesta humana a la vida que toca vivir.
Y también existen quienes buscan la conversación lenta, la música que nos hace pensar y transportarnos, la lectura que nos desarma la visión actual del mundo. Ahora, esa minoría, aunque valiosa, resistente y necesaria, tampoco es superior.
No es un reducto moral. Es simplemente otro modo de estar en el mundo.
El problema aparece cuando empezamos a usar la cultura, el gusto o el comportamiento social como herramientas de distinción de clase. Cuando convertimos el “ruido” en sinónimo de decadencia y lo que entendemos como “refinado” en sinónimo de mérito personal. ¿Por qué? Porque en ese momento dejamos de mirar a las personas y empezamos a mirar a las caricaturas que de ellas nos creamos en la mente.
Es que ver o consumir contenido masivo no define los valores de nadie; confundir entretenimiento con ética es, en sí mismo, un juicio de clase.
La República Dominicana ni ningún otro país, se transforma juzgando a sus mayorías ni tampoco romantizando a sus minorías.
Lo que verdaderamente cambia un país es reconocer que la dignidad no depende del estilo de entretenimiento, del nivel educativo, de los hábitos culturales o de la forma en que alguien sobrevive a la desigualdad.
La dignidad es inherente. Y es desde ahí, desde ese punto común, donde comienza cualquier conversación de justicia.
Si de verdad queremos una cultura más justa y más rica, no puede construirse desde el desprecio hacia quienes no han tenido acceso a las mismas oportunidades. La transformación cultural se construye desde la igualdad de oportunidades, desde políticas públicas que democratizan el acceso, desde la convicción de que nadie es menos por su contexto.
Las minorías que aman la complejidad tienen su lugar. Las mayorías que buscan alivio también. El reto, el nuestro, es no caer en la tentación de dividir al país en bandos, convirtiendo las diferencias de contexto en categorías de valor.
La conversación que necesitamos no es sobre “lo vulgar” versus “lo elegante”. Es sobre derechos: derecho a la educación de calidad, a la cultura, al ocio digno, a una vida en la que el entretenimiento no sea evasión sino elección.
Cuando dejamos de medir a la gente por sus preferencias y empezamos a mirarla por su dignidad, entonces aparecerá esa otra República Dominicana: la que resiste, la que sueña, la que cuida, la que en silencio sostiene el país todos los días. La que puede cambiar el rumbo, pero no desde el juicio sino desde los derechos, la igualdad y la humanidad compartida.