Guardianes de la verdad Opinión
Radhive Pérez

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Mostramos nuestros prejuicios y falta de empatía como si fueran medallas. Un emblema de autenticidad. Un “al menos yo digo lo que pienso” que se pronuncia con orgullo, sin detenerse a pensar en lo que ese pensamiento revela.

Algo ha cambiado en el péndulo del tiempo.

De repente, negar derechos parece lógico, incluso humano. Es como si hubiéramos cruzado un umbral silencioso donde la indiferencia se celebra y la compasión se considera debilidad.

¿Qué nos pasó para que la empatía se volviera sospechosa y la crueldad una forma de inteligencia?

Llegamos al punto de confundir honestidad con brutalidad, opinión con verdad, y libertad con impunidad emocional. Nos acostumbramos al ruido, a la discusión inmediata, a la indignación en serie.

Y en medio de ese estruendo, se nos apagó la capacidad de sentir con y por el otro. Vivimos en una época que estetiza el desprecio. El sarcasmo se volvió un lenguaje de estatus, la burla un signo de ingenio. Se aplaude la insolencia y se ridiculiza la empatía.

Detrás de esa máscara de ironía hay una profunda fatiga moral, que llega de tanto mirar injusticias sin poder resolverlas, y ahí aparece la crueldad como una forma popular de anestesia. ¿Tal vez cómo un modo de no quebrarse frente a la impotencia? Esa que nos recuerda que somos vulnerables, interdependientes, finitos.

Negar los derechos de las otras personas es, en el fondo, una forma de negar nuestra propia fragilidad. Porque reconocer al otro —en su diferencia, en su demanda— exige aceptar que no somos el centro del mundo.

El péndulo oscila del idealismo colectivo al individualismo defensivo. De la solidaridad al “sálvese quien pueda”. Y en ese vaivén vamos confundiendo pensamiento crítico con cinismo, madurez con dureza, verdad con crueldad.

Pienso que queda esperanza. A veces vislumbro grietas por donde entra la ternura. Pequeños gestos que desobedecen la lógica del desprecio. Una conversación sin ironía, una disculpa sincera, un silencio que acompaña.

No necesitamos volver al pasado ni romantizar la empatía, pero sí recordar que sin ella no hay comunidad posible, ni justicia que dure.

Nos invito a atrevernos a sentir. A no mirar con superioridad moral, sino con curiosidad humana. A recuperar el lenguaje que nombra sin herir, que duda sin destruir.

Si el mundo premia la crueldad, elegir la ternura no es ingenuidad. Es resistencia.

Y también es revolución.

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Radhive Pérez

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