Para mucha gente, la oración es algo inútil. Llamamos útil al resultado medible y tangible.
Dentro de esa lógica, la oración parece inútil, pero si consideramos la oración en su verdadera naturaleza, como expresión de la fe, entonces descubriremos que la oración es radicalmente eficaz para aumentar nuestra fe.
Quien vive, respira, y en cada respiración llena su cuerpo del oxígeno vital. Quien cree, ora, y en cada oración entra en comunicación con Aquél que nunca defrauda y sustenta nuestra fe.
En el Evangelio de hoy (Lucas 18, 1 – 8), una viuda pobre logra que un juez corrupto le haga justicia (cualquier parecido con nuestra realidad no es coincidencia). A seguidas, Jesús nos invita a orar de manera perseverante y confiada: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿O les dará de largas?”.
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La oración fortalece nuestra esperanza de que una sociedad diferente es posible. Estamos tan lejos de tener una justicia eficaz, faltan tantos años para que el país se libere del secuestro de las cúpulas político-partidistas y otros poderes nefastos, que solo la oración mantendrá el esfuerzo de los que desean una sociedad justa.
De la oración de la gente humilde nacerá su deseo de conocer la realidad nacional y de organizarse para cambiarla en bien de las mayorías. La oración al Padre de Jesús conlleva necesariamente a ocuparse prioritariamente del bien común de los hermanos, tan pobres para responder a sus necesidades fundamentales, tan saqueados en su dignidad ciudadana y reducidos a meros clientes útiles y “entarjetados”.
Cuando venga el Hijo del Hombre, ojalá encuentre en esta tierra la fe de mujeres y hombres infatigables en exigir la justicia en medio de una sociedad alegremente caótica, que sacrifica sus ahorros en las bancas y padece resignada a la corrupción.