Orden, AMET, síntomas y consecuencias

Orden, AMET, síntomas y consecuencias

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Empezaremos diciendo, reiterando, repitiendo, que sin orden no puede haber país. San Agustín, el teólogo y filósofo obispo de Hipona (354-430 de estos años de nuestra fe) resumía en su obra La Ciudad de Dios, -I, 27- su concepción del orden: «El orden es amor» (ordo est amoris), partiendo de que el amor es la más alta de las virtudes.

Entonces uno se pregunta, sin necesidad, porque sabe la respuesta correcta ¿es amor a la Patria este desorden que tenemos, o es resultado de una indiferencia absurda a los valores primarios que dan forma a una Nación? Tenemos, los dominicanos, entre otros, la terrible incomprensión de que el modo de conducirse, tanto de peatones como de quienes se trasladan en vehículos de motor o movidos por pedal, repercute, necesariamente, en la superestructura conductual del país. Porque el desorden y el caos son poderosamente contagiosos.

Sirven al egoísmo, la egolatría, la indiferencia ante los derechos del prójimo, a tiempo que sirven a la elevación del descenso en las maneras civilizadas del país.

Querría yo que se entendiera que cuando un conductor atraviesa raudo bajo un semáforo en rojo, no sólo puede provocar un accidente, una muerte o una invalidez. Al igual el triciclero, el ciclista o motorista que transita imperturbable, haciendo «eses» entre los vehículos y las personas de a pie, o los peatones que, en medio del caos de grandes avenidas, corren para llegar a la acera opuesta, zigzagueando con la despreocupación de quien no le importa accidentarse o morir.

Todos estos personajes, además de exponerse a un drama, están enseñando, perennemente, que aquí no existe una disciplina. Que esto no es un país sino un paisaje. Un panorama, como a veces he escuchado afirmar, chocando con mi indignación. Personas éstas que podrían estimular la percepción y convencimiento de que procede una campaña disciplinaria que enseñe que democracia no significa desorden y que el respeto al prójimo no es debilidad sino fuerza.

Ahora, al desorden del tránsito se añade un ingrediente insólito.

Los agentes de AMET, que de repente han proliferado (esperábamos que para bien) se encargan de ordenar la desobediencia a los semáforos.

Ordenan (hasta con cierto enfado e impaciencia) que crucemos una luz roja y no hagamos caso a que el disco verde de un «semáforo inteligente» nos permita continuar. Esto, si no es que en minutos (nadie sabe cuántos) habrá de pasar por allí un funcionario que es precedido por una gran moto policial con sirena y que no se trata del Presidente o Vicepresidente de la República, quienes deben estar protegidos de un delirante atentado, sino de un funcionario al cual nadie, si no es un loco rematado, va a tirarle una cáscara de mango. Así apenas ensuciará la destellante superficie del costoso vehículo en el cual transita.

La idea de irrespetar los semáforos, promovida por la AMET y castigada con multas si no es bajo sus órdenes, tiene enseñanzas fatales.

¿Por qué no apagar los semáforos, cuando se considere necesario?

Lo que más duele es que ¡AMET había empezado tan bien, tan eficaz!

Ahora, lo peor no radica en los disparates y estupideces que ordenan a los conductores, sino en la enseñanza a la desobediencia permitida, siempre que esté protegida por una autoridad que debería estar al servicio del orden.

No escribo quejándome de AMET como punto principal y final.

Escribo preocupado, muy preocupado.

Por síntomas y consecuencias.

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