Ordenes heráldicas

Ordenes heráldicas

PEDRO GIL ITURBIDES
Profunda pena llevó a mi ánimo la noticia de que, vestido con guayabera, Anibal Enrique Quiñones, recibió la orden de Duarte, Sánchez y Mella, en el grado de Gran Cruz Placa de Placa. El Canciller de la República, ingeniero Carlos Morales Troncoso, efectuó la imposición de los símbolos. Y, ¡qué cosa!, ¡también vestía una güayabera! Siempre tuve la sensación de que las órdenes heráldicas representan la dignidad de la República. Esa dignidad es una sensación que representa honores y valores republicanos. No es una pasta de dulce de leche de Baní o de Salvaleón de Higüey. Tampoco una torta del cazabe de Cacique, la trabajadora comunidad rural de Monción.

Pero justamente porque es una sensación, se impone mayor cuidado en que no se desluzca. Porque la dignidad de la Patria, para ser expresada por los ciudadanos, impone un cierto modo de actuar, de comportarse, de ser. La dignidad se proyecta con un cierto decoro en el proceder, una cierta solemnidad en las maneras, una cierta gravedad en las formas. La concesión de las órdenes heráldicas de una República entraña ejercicio de ponderación y de exaltación. La imposición, que sigue a este acto, exige de quien lo recibe, una muestra de aprecio a los valores emocionales que se le transmiten.

En las antiguas monarquías, el beneficiario de una orden heráldica se colocaba de hinojos ante el soberano. La imposición implicaba el que los enaltecidos pasaban a integrar una élite nimbada por el honor que emanaba de la soberanía del rey. Porque de ello se trataba: era el honor del soberano que se compartía con los elegidos. Las repúblicas abolieron este acto de sumisión, aún al heredar estos símbolos de regia estirpe.

En las democracias la soberanía no reside en los magistrados supremos, sino en el pueblo. Por consiguiente, porque la soberanía no era potestativa de aquel que confería y otorgaba el honor, se juzgó impropia aquella reclinación corporal.

Mas el sentido profundo de que en la orden reside una parte del honor o de la dignidad de la Patria, subsiste en las Repúblicas.

Países los hay cuyos gobiernos exigen una cierta vestimenta de gala en el acto de imposición de los símbolos de una orden heráldica. Son además, ocasiones propicias para que el buen decir rescate sueños, enuncie proyectos, refleje compromisos de fraternales relaciones. Y esos no son cantos de güayaberas.

Por ello quizá, de las antiguas estructuras de las órdenes nobiliarias y heráldicas, quedan los consejos. No recuerdo la última vez que un decreto del Poder Ejecutivo incorporó los consejos de las órdenes heráldicas de la República, que no del gobierno. Si este paso se ha cumplido, lo hemos pasado por alto, porque no se prodigó la publicación, con el empeño que se difunden otros asuntos.

De todos modos, celebro que se le otorgara la orden emblemática de la República a Quiñones. El, quien es secretario general del Sistema de Integración Centroamericana (SICA), vino al país como parte del contingente de dignatarios llegados para la asamblea general de la Organización de Estados Americanos (OEA). El organismo regional del que es ejecutivo realizó una sesión previa a la constitución de la asamblea. Hasta ahí, todo bien.

Mi problema es la güayabera, y como se afirma que a lo hecho, pecho, no queda sino celebrar el desparpajo con que se le impuso la condecoración a Quiñones. Pero no puedo enterrar el ideal de un Estado Nacional solemne en sus actos y orgulloso en sus ejecutorias, aún dentro de su miseria. No puedo ocultar que ambiciono la existencia de gobiernos capaces de entender que la Administración Pública no es un ventorrillo. Y pienso que estas metas comienzan con sutilezas e insignificancias, como ésta de imponer una orden heráldica con la ropa indicada por las circunstancias, y en el escenario apropiado a una solemnidad de la República.

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