Ortega en tiempos de decadencia

Ortega en tiempos de decadencia

REYNALDO R. ESPINAL
En el año que transcurre celebramos el cincuentenario de la muerte de Ortega y Gasset, sin lugar a dudas, la más alta cumbre del pensamiento filosófico Iberoamericano. Aunque a irregulares intervalos participó en la política activa a través de la Agrupación Al Servicio de la República junto a Marañón, Pérez De Ayala, Antonio Machado, entre otros, lo hizo aguijoneado por su primigenia e indeclinable vocación intelectual.

Como español y como intelectual no evadió su compromiso, consciente, como el mismo afirmara, de que “…el español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario, perentorio…”

Postrada se encontraba España cuando inició Ortega su fecundo magisterio intelectual, reencontrándose consigo misma después del profundo descalabro moral y político sufrido en 1898, que inspiraron los patéticos versos de Machado:

Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,
La malherida España de carnaval vestida,
Nos la pusieron pobre, escuálida y beoda,
Para que no acertara la mano con su herida.

Salvando tiempo y distancia, y por motivaciones diametralmente distintas, en nuestro país, aunque muchos ilusos se resistan a admitirlo por conveniencia o cobardía, se ha entronizado un sentimiento colectivo de pesimismo y desencanto.

¿Puede juzgarse tal sentimiento como la expresión del tono vital pesimista que caracteriza al pueblo dominicano, a juzgar por las descripciones de Don Américo Lugo, José Ramón López y los más consumados maestros del pesimismo dominicano o, por el contrario, significa la quiebra total de la fe en nuestra viabilidad como ser nacional? ¿Cómo, de forma tan rauda, se han exfumado de tantos dominicanas y dominicanas la ilusión y la esperanza?

Y cabe preguntarse: ¿en qué país estamos? ¿Hemos superado las taras heredadas de la colonia y nos encontramos preparados para ascender con premura las escalinatas de la postmodernidad? ¿Somos, en fin, como expresara Don Américo, “seres inficionados de vicios morales”, o por el contrario, se aviene a nuestra tonalidad emocional lo expresado por el conspicuo abogado santiaguense licenciado Federico Carlos Alvarez en su memorable artículo de septiembre de 1955, según el cual “…todos sentimos la alegría de haber ascendido…el monte sagrado donde la civilización forma su nido?…

¿Podrán las actuales autoridades contrarrestar la ola de pesimismo y desencanto que se advierte en torno a su gestión, la percepción dolorosa pero creciente de un Gobierno ya envejecido y aniquilado, incapaz de despertar esperanzas?

Estamos caminando a pasos agigantados hacia un abismo insondable, y las autoridades actuales parecen ser las primeras en no percibirlo. Caminamos hacia un despeñadero moral, hacia el colapso de la fe en nuestra regeneración.

Por supuesto, este desafío impostergable no es sólo del gobierno, pero debe enfatizarse en su histórica responsabilidad porque el mismo surgió en un momento muy crucial de nuestro periplo como nación, aureolado por sobredimensionadas expectativas hijas de la frustración y la desesperanza.

Por todo lo anterior, y por tantas cosas más, he vuelto a pensar y a leer a Ortega, porque en su pensamiento hay lecciones perennes que iluminan nuestro presente y pueden iluminar nuestro porvenir.

Prefiero quedarme con el Ortega que incita a la autocrítica, y que a pesar de todo, no perdió la fe en su patria y en su destino. Nada expresa con mayor lucidez su precitada actitud que un párrafo de su hermosa conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el 15 de Octubre de 1909, titulada “Los Problemas Nacionales y La Juventud”, con el que me permito concluir el presente artículo: “…el hombre abyecto es el que no puede levantarse, no el que cae; es el incapaz de resurrección y de renacimiento. Dándole vueltas a esto he llegado a pensar que el síntoma último de la abyección es el haber perdido la facultad de carearse consigo mismo, de meditarse serenamente a sí mismo, de reconocer los duros estratos de podredumbre bajo los cuales están sepultados el espíritu vivaz, la sensibilidad para la honradez, los impulsos valientes y dignos…”

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