OSN y Alberto Cortez apuntes a vuela pluma

OSN y Alberto Cortez apuntes a vuela pluma

Sujetas a los implacables rigores de la concisión periodística, las atropelladas valoraciones –a buen seguro incompletas y acaso descaminadas- con que a punto largo en los renglones que siguen acaricio la esperanza de espabilar al lector, versarán, no como recomienda la sensatez en materia de crítica, sobre un particular y único desempeño artístico, sino, -gajes de la impulsividad de mi cálamo imprudente- sobre tres diferentes presentaciones escénicas a las que no sin provecho asistí movido por la necesidad de escapar en la grupa del arte a la vulgaridad que por todas partes nos asedia.

Daré inicio a estas apuntaciones a vuela pluma ponderando –me temo que a la barata y por modo insuficiente- la admirable ejecución de la Orquesta Sinfónica Nacional del pasado 18 de noviembre en la sala Máximo Avilés Blonda del Palacio de Bellas Artes. Mihnea Ignat, director invitado de origen rumano, actual Titular de la Orquesta Filarmónica de la Universidad de Alicante, estuvo al frente de nuestro conjunto instrumental en una venturosa programación que incluía la Obertura “Coriolano” de L. Van Beethoven, el Concierto para violín y orquesta en Mi menor de F. Mendelssohn-Bertholdy y , luego del intermedio, la Sinfonía N° 9 en Mi menor (Del Nuevo Mundo) de A. Dvorak. Se trataba, pues, para el melómano dominicano de una oferta de manjares sonoros a los que bajo ningún concepto podía darse el lujo de renunciar. Cuanto más que la interpretación de las tres justamente celebradas composiciones que vengo de mencionar, amén de la pulcritud, corrección y seguridad con que en el plano técnico fueran ejecutadas, fascinaron al público allí reunido en virtud de la contagiosa fuerza expresiva, de la prodigiosa elocuencia de talante emocional que supo imprimir a cada una de las piezas la infalible batuta de un director sorprendentemente joven y brillante. La genialidad no se expende en botica ni se improvisa la perfección. Minhea Ignat demostró hasta la saciedad lo que en punto a dignidad armónica y melódica excelsitud es capaz de conjurar eso que llamamos “maestría”, palabra que no designa otra cosa sino la inspiración –don de los dioses- cuando va acompañada de conocimiento, entusiasmo y lucidez.

 De su lado, el violinista veinteañero Rubén Mendoza, de nacionalidad española, a quien en calidad otrosí de músico invitado correspondió desempeñar el papel solista del celebérrimo concierto en Mi menor de F. Mendelssohn, regocijó a la audiencia con una interpretación impecable en la que su pericia con las cuerdas y el arco, lejos de cortejar los vacuos acicalamientos de un virtuosismo exhibicionista, se derramó en gloriosa cascada de lirismo, pasión, equilibrio y gracia. No es Rubén Mendoza, a pesar de hallarse aún en el capullo de los veinte años, un novato talentoso más; de él se me hace que oiremos hablar en años venideros, pues su memorable ejecución de Bellas Artes sólo puede dar pábulo a los más auspiciosos vaticinios…

 Y la noche –afortunada noche- concluyó con Dvorak. ¡Vaya interpretación la que la Sinfónica Nacional, modesta en número pero agigantada en excelencia, nos obsequió bajo la guía clarividente del maestro Minhea Ignat!, a no dudarlo uno de los más convincentes directores con que en los últimos lustros hemos tenido el privilegio de contar. La Sinfonía Del Nuevo Mundo dificulto hubiera sonado mejor con las reputadas orquestas de Berlín, París o Nueva York que como tuvimos la felicidad de escucharla ese inolvidable 18 de noviembre en nuestra musicalmente poco renombrada Santo Domingo de Guzmán.

 Abordemos ahora el arte histriónico ensayando un comentario a humo de pajas –el espacio de que dispongo no da para más- de la obra dramática que, si no me engaño, todavía está en cartelera en la sala Ravelo del Teatro Nacional, intitulada “Palabras encadenadas”, pieza con la que su autor, el escritor, guionista y traductor catalán Jordi Galcerán Ferrer ganó en 1995 el XX Premio Born de Teatre, y en 1996 el Premio de la crítica Serra d’Or a la mejor obra en lengua catalana.

 El montaje criollo de esta suerte de thriller psicológico que nos presenta una situación extrema en la que un asesino serial abusa de su víctima (no resulta ser otra que su ex-cónyuge), cuenta, bajo la dirección de Enrique Chao, con la actuación de José Roberto Díaz y Robmariel Olea, el primero en el papel de Ramón, el alienado verdugo, la segunda en el de Laura, la martirizada ex-consorte.

 “Palabras encadenadas” es texto cuyo contenido  patológico –nunca lo morboso ha estado tan de moda como hoy día- ha dado pie a un argumento bien elaborado desde el punto de vista estructural en donde el suspenso, la tensión, el humor negro y la sorpresa se dosifican con mano diestra para abrir paso a una serie de conflictos y circunstancias que espoleando la curiosidad entretienen al espectador y hacen que el interés no decaiga ni por un instante. Ahora bien, parejo género teatral naturalista a ultranza, cuyo lúdico propósito es hacernos creer que la ficción propuesta no deriva de la fantasía estéticamente acicalada, sino que se presenta como un trozo de cruda y monda realidad, ha de responder para que nos traguemos el anzuelo de suponer cierto y fidedigno lo que no es más que construcción imaginaria, ha de responder, reitero, a las exigencias de la verosimilitud. Y es aquí donde la puerca tuerce el rabo, pues me avengo a considerar que el talón de Aquiles de dicho montaje, por lo demás decoroso, honrado, realizado con seriedad y entrega, es ése: cojear en el plano de las interpretaciones. En efecto, sólo a medias José Roberto Díaz alcanzó a persuadirme del carácter desquiciado y criminal de su personaje, falla esta que en el caso de Robmariel Olea se hizo sentir con mayor agudeza todavía ya que casi en ningún momento percibí autenticidad en sus acciones, gestos y lenguaje. Ambos comediantes, sin embargo, no andan faltos de dotes histriónicas, presencia escénica y soltura. Entiendo que se les pudo sacar mucho más de lo que nos dieron. Faltó que el director les hiciera ahondar en las emociones de modo a que se lo jugaran todo en la ruleta del corazón. Empero, hemos de tener por cosa averiguada que las debilidades a que me he referido, si bien graves, no impiden que “Palabras encadenadas” se haga acreedora al mérito capital de no aburrir, de manera que si lo que se busca es solaz y esparcimiento, no tiene el aficionado a las tablas por qué hacer un mohín de desprecio y darle las espaldas.

 Remataré estas apresuradas apuntaciones críticas alzando a los cuernos de la luna a un emblemático trovador argentino a cuyo concierto tuve la dicha de asistir el sábado 28 del recién transcurrido mes de noviembre. Va de suyo que estoy hablando del grande, del magnífico Alberto Cortez, figura paradigmática de la canción popular de viso lírico cuya engañosa sencillez oculta entrañables sabores a lágrima y sonrisa, transparencia de sueño y atávicas nostalgias de urdimbre metafísica. Maestro del tablado, su persona tierna, cálida, afectuosa, que irradia simpatía, apenas asoma sobre el escenario se hace con el favor unánime del público. Y cuando empieza a cantar con voz madura, redonda, firme y educada crece de punto el entusiasmo de la audiencia… Alberto Cortez, sí, acusa en su apariencia física el agravio de la edad porque los años no pasan en vano. Mas sus melodías, su poesía, su arte supremo de intérprete de la canción de fibra existencial no han sufrido merma o deterioro. Y cuando un día -que deseamos lejano- el cantor se nos vaya, seguiremos escuchando por siempre en embeleso sus composiciones sin ejemplar, que lucirán con el transcurrir del tiempo más frescas, juveniles y actuales que el día en que fueron alumbradas, porque la materia de humana verdad que las sustenta comparte la misma inmarcesible condición del ideal, que tejido con el hilo luminoso del bien y la belleza, no corre nunca el riesgo de fenecer.

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