Soy como un niño extasiado ante el otoño. Debo al otoño el más hermoso ritual del descubrimiento de las cosas, y por ello, cada año, escribo unas notas cuando en el ciclo de las estaciones se aparece. Iba a escribir de política, pero no. Hace unos días entramos en el otoño y retomo el tema que año por año he agotado. John Keats, el gran romántico inglés le llamaba “estación de la bruma y la dulce abundancia”, porque en el otoño concurren todos los signos visibles del cambio de las estaciones. Y es como un peón del invierno. Llega y reparte cartas. Desnuda los árboles, viste de gris la imagen momentánea del poniente, y en el agobio desvaído de las tardes fulmina las hojas, que planean rendidas, con trazos sin volumen, encargadas de significar el gesto intolerable de una impotencia y una derrota. Pero no es él, el otoño únicamente es un peón del invierno.
Los dominicanos nunca hemos disfrutado del espectáculo del otoño porque las estaciones son para nosotros el mito de lo idéntico. “Un eterno verano”, solemos decir. Y el otoño es lo gris, el lecho pródigo de las hojas, la suma larguísima de una tristeza, que sólo existe en nuestra imaginación o en la cita agobiada de algún poeta. Mientras en el verano todo es inocente, en el otoño todo es sombrío. Además, no se anuncia ceremonialmente, como la primavera, simplemente aparece.
Aunque ahora volví a toparme con el otoño, siempre contaba a mis estudiantes la forma imprevista como lo conocí (hablo del verdadero, no de esa versión que se enmascara de otoño para quienes vivimos en una isla del Caribe). Había llegado a París al final del verano del 1972, y agigantada hasta la talla de un signo, la realidad era todavía verde la noche anterior. Cuando abrimos las ventanas por la mañana, la visión panorámica de una naturaleza unívocamente gris nos dejó perplejos. Allí estábamos Norberto James y yo, sobrecogidos por la turbación y sin decirnos nada. Era como si millones de querubines hubieran pintado el mundo de gris, en una sola noche, mientras nosotros dormíamos.
Entonces me prometí a mí mismo que al inicio de todos los otoños de mi vida escribiría una balada, o una canción. Nadie puede dudar que el otoño posee el poder de transmutación más asombroso, figura inteligible que cambia, además de a la naturaleza, al hombre y la mujer. Y si cuento esta historia es para subsanar una carencia, porque el verano se va y es como si llegara, pero es una pena que el otoño nos deje instalados en la perplejidad de los dioses, y ni siquiera nos damos cuenta. Eso es así. Hace mucho más de diez otoños que lo escribo. Los habitantes de esta isla del Caribe alardeamos con bríos de nuestro “eterno Verano”, ignorantes de que las variaciones en el tiempo son un espectáculo que se suma a otro, y luego a otro; y cada momento impone el conocimiento total de una pasión, enfática dentro del orden de los signos que los seres humanos le hemos impuesto a las manifestaciones de la naturaleza.
¡Oh, Dios! Un hombre de las islas mirando asombrado los distintos colores de las hojas mustias, mientras se desplaza en un tren por la ciudad de New York. ¿Será el mismo muchacho de 1972 que en París por primera vez conoció el otoño? ¿El mismo que descubrió lo opuesto de la Primavera, la luz, los colores y su algarabía, el verde que transpira vivificante y la magicidad del aire; en todas las figuras posibles que se dibujan en el cielo y que la naturaleza nos proporciona gratuitamente?
El otoño es, pues, “la estación de la bruma y la dulce abundancia”, como ya hemos dicho que escribió John Keats. Y aunque nosotros, los habitantes de las islas del Caribe, no lo podemos saber, el otoño es también un peón del invierno. Pido perdón a mis lectores por este cantoncito de la nostalgia que siempre reservo para mí al inicio de la estación sombría, pero soy casi viejo y siempre escribo sobre el vívido asombro del otoño. Hoy no, no quiero escribir de política. Prefiero el otoño.