BIENVENIDO ALVAREZ-VEGA
Todos recordamos las reformas fiscales puestas en marcha en la administración del Presidente Salvador Jorge Blanco. Después vinieron las del doctor Joaquín Balaguer, sobre todo la de los años noventa. Posteriormente tuvimos las del Presidente Hipólito Mejìa y más recientemente las del doctor Leonel Fernández Reyna.
Ahora, de nuevo, estamos a un tris de que el Congreso Nacional sancione la segunda reforma fiscal de los últimos meses. Casi todas han sido reformas que se diseñan y se preparan y aprueban como caña para el ingenio. En cada caso, el argumento es, en esencia, el mismo.
Se dice que el país está al borde de una grave crisis fiscal y que para superarla se hace necesario cambiar la estructura tributaria para que el gobierno consiga los fondos adicionales que necesita. Ordinariamente, el Fondo Monetario Internacional ha estado detrás de estas reformas, como un perro guardián, presionando aquí y allá y poniendo a sus voceros locales a decir que la nación se encuentra en una situación límite. Las reformas se han conseguido, el gobierno, lógicamente, ha logrado los fondos que decía necesitar, y todo ha seguido igual. Escribí igual, pero en realidad todo no ha seguido como estaba. Cada vez los consumidores y usuarios de servicios pagan más por lo mismo. Sobre todo desde que las nuevas doctrinas fiscales dejaron atrás el discurso que aconsejaba establecer impuestos directos. Desde finales de los años ochenta la nueva orientación es gravar el consumo, porque quienes más consumen son los que más tienen. Dentro de esta línea de pensamiento llegó el Impuesto a la Transferencia de Bienes Industrializados y el impuesto a los combustibles derivados del petróleo. El patrimonio, en consecuencia, paga poco y también las ganancias. Reformas fiscales, pues, no nos han faltado. Hemos tenido varias en unos 15 años, y de todos los calibres. El gran beneficiario ha sido el gobierno y sus enclaves básicos, los partidos políticos. Cada año hemos visto cómo la nómina pública se abulta y desde 1996, cuando llegó la modernidad morada, hemos visto cómo los salarios del gobierno han superado los del sector privado. Quien tenga algunas dudas solo tiene que revisar una serie histórica de 10 ò 15 años del gasto corriente del gobierno.
¿Cómo puede explicarse que si el gobierno viene recibiendo cada vez más ingresos fiscales las inversiones públicas en las áreas fundamentales sigan estando por debajo de los requerimientos y por debajo del promedio en América Latina y el Caribe? Esta es una pregunta que mucha gente se la ha hecho en no pocas ocasiones. Porque la República Dominicana sigue ocupando los últimos lugares en áreas tan estratégicas como la educación y la salud pública, por ejemplo. Tenemos, además, déficit en el suministro de agua potable, es decir, de agua para consumo humano. Hay un déficit habitacional alarmante, hasta hace pocos años los escolares no recibían ni alimentos, ni libros y cuadernos, ni uniformes. Las ciudades exhiben la mayoría de sus calles sin asfaltar, hay pocos agentes policiales para mantener la seguridad pública y los que hay reciben salarios de miseria. Todavía faltan escuelas, aulas y maestros. Los hospitales ofrecen un servicio precario por falta de fondos para financiar el servicio que ofrecen a la comunidad. En otras palabras, hay una realidad que no se compadece con los miles de millones de pesos que todos los días, todas las semanas, todos los meses y todos los años reciben los gobiernos, este y los anteriores. La única respuesta que tiene este panorama es la ausencia de una política racional de gastos e inversiones. O sea, cuando los gobiernos deciden invertir los fondos que perciben lo hacen estableciendo una prelación dudosa, que no responde a la magnitud y a la naturaleza de los problemas. Ordinariamente obedecen a los intereses de los partidos de los funcionarios o de las parroquias que tienen dentro de éstos. Triste realidad que, sin embargo, nos ayuda a comprender qué ha pasado en estos años de búsqueda del desarrollo y el bienestar público.
Ante un panorama como este uno se pregunta si tiene sentido que el país se aboque a una nueva reforma fiscal. Me parece que, francamente, repetir este ejercicio es volver sobre lo mismo y sobre lo ya conocido. Otra cosa hubiera sido si la opinión pública hubiera exigido del gobierno y de los diseñadores de las políticas públicas el compromiso de una reforma de ingresos y gastos, como plantearon el Grupo E. León Jiménes y CIECA y Juan Montalvo. Es decir, que el modelo de recibir fondos y gastarlos cambiara, de manera que la sociedad fuera garantizada de niveles adecuados de inversiones en salud, en educación, en agua potable, en viviendas populares, en seguridad social, en deportes, en obras de infraestructura y en la urgente remodelación del Estado y su burocracia. ¿Es esto posible todavía? Creo que fuera posible con un gran movimiento de opinión pública y con un Congreso Nacional cuyos integrantes fueran capaces de ver más allá de los linderos de sus partidos y de sus parroquias.