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A finales de la década de los años ochenta del pasado siglo 20, la educación pública de nuestro país atravesaba por una profunda crisis que la mantuvo al borde del colapso.
Todos los indicadores de calidad no revelaban otra cosa que no fuera desastre: baja tasa de cobertura y alta tasa de deserción, bajo porcentaje de estudiantes promovidos y alta de alumnos repitientes acompañados de sobrecogedores índices de sobre edad.
Para entonces, las condiciones de vida del docente eran (ya no lo son) inferiores a las de cualquier otro trabajador del sector de servicios. El sueldo promedio que devengaba un maestro equivalía apenas de una tercera parte del costo de la canasta familiar.
Los servicios de asistencia médica, vivienda y jubilación al docente adolecían de tantas fallas que no cabía considerarlos como incentivos. Eran pésimas las condiciones de trabajo en las escuelas públicas. Sus aulas llegaron a lucir muy deterioradas por la falta de mantenimiento y los espacios disponibles no resultaban suficientes para atender la demanda.
Los maestros desertaban de las escuelas para ocuparse de otros menesteres de mayor rentabilidad. Para cubrir las vacantes que se producían se hacía necesario el nombramiento en el ramo de bachilleres con escasa formación.
Resultaba muy baja la valoración del maestro como guía del proceso educativo y como dirigente de su comunidad.
La crisis económica que afectó al país a mediados de los años ochenta obligaba a los padres de familias pobres a desentenderse del papel que debían desempeñar en la formación de sus hijos. Los gobiernos que entonces se sucedieron se mostraban indiferentes ante dichas calamidades.
La década a la cual nos estamos refiriendo cerró un siglo marcado por gobiernos que respondían a los intereses de los partidos políticos mayoritarios. Sus autoridades educativas, aunque con distintos matices, irrespetaron el espíritu de las leyes vigente en esos tiempos, sucumbiendo al clientelismo y removiendo de sus cargos a profesionales de la educación sin que mediara ningún tipo de evaluación del desempeño que justificase dichas remociones.
Gracias a las iniciativas y a los esfuerzos desinteresados de muchos de nosotros (catedráticos universitarios y docentes de escuelas públicas y de colegios privados), y al apoyo grupos representativos de universidades públicas y privadas, las escuelas públicas no colapsaron.
Dichos esfuerzos y dedicaciones para evitar lo peor culminaron con la puesta en práctica del Plan Decenal de Educación 1993-2003. Dicho Plan tuvo como propósito fundamentar el lograr una profunda reforma del nuestro sistema de instrucción pública para que la educación dominicana se transformara en la base fundamental de nuestro desarrollo con vistas a que la República Dominicana pudiera entrar en el tercer milenio de la Era Cristiana con mayores posibilidades de construcción de una sociedad más justa, más solidaria y más humana.
A través del Plan Decenal de Educación nos propusimos : a) ampliar de manera significativa la cobertura y permanencia de la educación inicial y básica y reforzar las acciones de la educación media y de adultos; introducir transformaciones profundas en el currículo; mejorar significativamente las condiciones de vida del personal docente; elevar los niveles de competencias de la secretaria de educación; lograr una participación más efectiva y activa de la sociedad general, y de los grupos organizados en particular; la vigencia de una nueva ley de educación, y aumentar de manera apreciable los recursos económicos que el Estado dominicano invierte en educación.
¿Logramos alcanzar dichos objetivos? El Plan Decenal de Educación, aunque en menor grado de lo que esperábamos, aportó bastante al mejoramiento de la escuela dominicana. Las iniciativas que giraron alrededor de su entorno colocaron a la educación en el primer punto de la agenda nacional.