Otro procedimiento, ¿otro resultado?

Otro procedimiento, ¿otro resultado?

CARMEN IMBERT BRUGAL
Todavía los relatos de aquellas peripecias forenses se repiten. Los procesos penales despertaban interés. El público asistía a las audiencias y permanecía atento, disfrutaba de maratónicas jornadas y apostaba a quien mejor expusiera. Teatrales, hiperbólicos, farfulleros, hubo generaciones de abogados que forjaron su fama en el batallar de estrado.

Sus triquiñuelas, conocidas en el entorno judicial, provocaban admiración, más que censura. Las diligencias previas a la vista de la causa, eran grotescas. Tenaz y sórdida la lucha para obtener documentos, alterar pruebas, adiestrar testigos, desaparecer expedientes, distraer secretarias y prebostes, alguaciles y servidores públicos. «El embrujador dominio de la palabra» que menciona Enrico Ferri en sus «Defensas Penales» era el arma preferida. Se trataba de impresionar al juez, intervenir su íntima convicción.

El verbo, la construcción del discurso, superaban el efecto de la investigación, de la providencia calificativa. Los indicios, confesiones, testimonios, peritajes, eran sepultados con cada frase estrambótica, con cualquier flexión de la voz, con elucubraciones políticas, literarias, religiosas, con alguna evocación triste para lograr conmiseración y beneficiar al cliente.

 La mágica verborrea convertía al asesino en víctima, al ladrón en un personaje de Víctor Hugo, al estafador en un atolondrado malandrín, necesitado de ayuda. Elaboraban hipótesis fantásticas, inventaban heroísmos, persecuciones risibles, pero efectivas. Amparados en la inmunidad que proporciona el tribunal, las honras rodaban por el suelo, las imputaciones injuriosas y soeces, estremecían salas y pasillos y tropezaban con las papeletas, la extorsión, las furtivas visitas domiciliarias para entrega de modelos de fallos o para amedrentar.  

La academia de los años 70 acogía, en las Escuelas de Derecho, el alarde oratorio. Los estudiantes de la Universidad pública y de las privadas, apreciaban la locuacidad de algunos reputados togados, sin reparar en sus aptitudes pedagógicas ni en su conducta profesional. Textos clásicos eran devorados, tratando de buscar la clave del buen proceder en estrado.

La palabra debía convencer, a contrapelo de las pruebas que, tarde o temprano, serían demolidas con el artilugio de la elocuencia, aunque el discurso fuera mendaz y rocambolesco. La mayoría de los integrantes del poder judicial contemporáneo, no compartió con ellos y algunos no comprenden la naturaleza y el objetivo de esos despliegues verbales, de las estratagemas pérfidas, utilizadas en procura de un veredicto favorable.

Famosa fue la práctica de un sagaz licenciado que, en el fragor de los debates penales, citaba, con donaire y convicción, decisiones inexistentes de las cortes francesas para avalar teorías malhadadas. Mencionaba párrafos que jamás encontraría el juez o el fiscal, recreaba citas y novedades científicas, con el padrinazgo de su imaginación. Muchos abusaban de la paciencia del juez, intuían el aburrimiento pero pretendían ganar con el asentimiento del público y, contraviniendo las recomendaciones de Ángel Osorio, en «El alma de la toga», extendían sus defensas hasta el cansancio.

La vigencia del controversial Código Procesal Penal, con sus sombras y luces, afecta, de manera contundente, el estilo mencionado. La nueva normativa privilegia la prueba, sin concesiones. Las credenciales de los noveles magistrados no están sustentadas en subjetividades. Más cerca del buen pensar que del buen decir, sus resoluciones dependen de pruebas, no de sentimientos. El florilegio, la especulación, la intimidación, el movimiento escénico de defensores y acusadores, valen para el espectáculo, la sentencia obedece al rigor. La lógica, el razonamiento, deben primar en el juzgamiento.

¿Significa acaso que los jueces están a salvo o que en el país existe un poder judicial idóneo? Absolutamente no. Nuevas situaciones acarrean nuevos riesgos. La labilidad humana siempre será una variable decisiva. El miedo, la incompetencia, la ambición, las señales distorsionadas, provenientes de los demás poderes del Estado y de los poderes fácticos, inciden en la soberanía judicial. La genuflexión de las jerarquías, sus compromisos espurios, influyen, de modo irrevocable, en la independencia y aspiración institucional de instancias judiciales subordinadas.

El código procesal penal, exige y pauta, un procedimiento distinto, con protagonistas veteranos y principiantes, interesados en honrar la carrera judicial. Empero, la novedad procesal no garantiza resultados diferentes. El peligro acecha. La transformación no ocurre de inmediato. Normas nuevas con vicios viejos, puede ser una combinación funesta y frustrante. El apego a la ley, aquí es utopía. Sólo el intento de acatarla, es una proeza inquietante. Incomoda.

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