Hace algunos años, en un afectuoso y a la vez gracioso ramillete de recuerdos, publiqué una breve obra titulada “Treinta relatos sinfónicos”, pero lo que voy a relatar aquí, no está en aquel opúsculo.
Tal vez valga la pena anotar aquí que, contrariando la voluntad de mi padre, mi maestro Ernesto Leroux realizó discretas gestiones con el secretario de Educación, Enrique de Marchena y, a pesar de la resistencia paterna, recibí el nombramiento de miembro de la sección de violines segundos de la Sinfónica el 24 de julio de 1944, meses antes de cumplir trece años.
Aquello no cayó bien entre los músicos. Despectivamente me llamaban “el blanquito de Gascue”, aunque vivía en la calle Dr. Delgado. De todos modos, al entorno lo consideraban Gascue, y yo me sentía –y me siento– parte del que otrora fuera bello y florido sector, hoy penosamente degradado de ensueños y poesía.
No pasaron muchas semanas sin que el director Enrique Casal Chapí fuera cambiándome de posición hasta llevarme al primer atril de los “segundos”.
En 1946 Chapí renunció de la Sinfónica, disgustado por una ofensa pública que le hiciera un alto funcionario. No valió que Trujillo insistiera en concederle lo que el valioso director pidiera. Chapí le dijo: “Yo no quiero ver más a ese individuo y no le voy a pedir que lo desaparezca”. Y abandonó el país.
En el 46 le sucedió Abel Eisenberg, un excelente director mexicano formado en la cercanía de grandes músicos, entre los cuales estaba Erich Kleiber, quien lo recomendó calurosamente para dirigir nuestra orquesta. Fue él quien me trasladó a los primeros violines y en breve me nombró concertino.
Por cortesía de mi amigo y colega Julio de Windt, llegó a mis manos copia de un libro de memorias que Eisenberg le obsequió y dedicó nostálgicamente desde México.
Se titula “Entre violas y violines. Crónica crítica de un músico mexicano”.
Tiene un capítulo dedicado a su labor al frente de la Sinfónica Nacional, y me voy a permitir reproducir un par de anécdotas. Refiere Eisenberg:
“Los ensayos de la orquesta se hacían por las noches en un salón amplio cuyos balcones y ventanas permanecían siempre abiertas para recibir la brisa del mar, que era un alivio contra el calor. En la sección de violines tocaba una muchacha haitiana, pero su sonido al pasar el arco era muy áspero y desagradable. Llegó un momento en que perdí la paciencia e interrumpiendo el ensayo le pregunté: Todo está bien señorita, pero ¿por qué raspa usted tanto?
Se oyó una estruendosa carcajada en la orquesta y la pobre chica empezó a llorar desconsoladamente. Extrañado, traté de averiguar el motivo que había provocado esa reacción, y me explicaron que la muchacha se había sentido ofendida, porque en el país la palabra “raspar” significaba hacer el amor.
Me disculpé públicamente, aclarando que en México esa palabra no era ofensiva y que yo era incapaz de ofender de ese modo a una dama”.
“Durante otro ensayo de la orquesta, el fagotista tocaba notas falsas reiteradamente y al llamarle la atención varias veces, me explicó que se sentía muy molesto porque le había salido un doloroso grano en el trasero. Yo le respondí que no sabía que el fagot se tocaba con el trasero… aunque ciertamente sonaba así…”.
Bueno… añado yo…suena mal cuando no se toca bien y además recibe vientos que salen por donde no deben.