P’alante hacia un derrocadero…

P’alante hacia un derrocadero…

Desde los días inmediatamente después del magnicidio que libró al país de la dictadura, a la democracia dominicana, pese a la madurez que debería significar más de medio siglo, la ha afectado un mal entendido afán por “consensuar” cualquier decisión de Estado que necesariamente afecte algún interés particular.

Quizás el primer signo de ello fue cómo se “repartían” ministerios o canonjías, inicialmente bastando la credencial  de “anti-trujillista” aun en casos de personajes que habían entusiastamente apoyado “la más bella revolución de América” que en 1930 impuso a Trujillo en el poder.

Tras todas las turbulencias de la primera mitad de los ’60, el propio Balaguer continuó la práctica de atraer a supuestos adversarios para fomentar una falsa ilusión de consenso, incorporando a su gabinete a dos o tres notables perredeístas ligados al comercio o la industria.

Luego Guzmán conformó un gabinete que parecía cualquier cosa menos puramente perredeísta y Jorge Blanco, para cumplir las expectativas de quienes mejor le conocían, hizo como Trujillo, convirtiendo a cualquier cosa en potentado aunque luego hayan terminado presos o en un exilio que no cesa.

Al volver Balaguer en el ’86, se pasó cuatro años en una alocada carrera de construcción de obras públicas que produjo el más grande descalabro de las finanzas públicas, mayor que el actual aunque esté olvidado, si se juzga por la inflación y devaluación del peso resultantes.

Cuando logró retener la Presidencia en 1990, Balaguer debió enfrentar a prácticamente el país entero que a través del llamado “diálogo tripartito” le torció el brazo obligando una reforma que incluyó modificación del Código de Trabajo, del Código Tributario, de la Ley Monetaria y otras importantes regulaciones. El efecto fue un crecimiento extraordinario y la salvación de la clase media.

Podría seguir con más ejemplos, pero la cuestión es que a mi juicio cualquier gobierno que desee enfrentar seriamente los problemas más enormes que le toque resolver, no puede hacerlo sin afectar algún interés particular. Cada vez que cualquier “status quo” cambia, ello necesariamente significa alteración de la comodidad de quienes más se benefician de él.

Lo que resulta más peligroso es pretender preservar todas las comodidades de quienes más tienen para cargar el peso de cualquier medida de Estado a quienes menos tienen, a los más pobres o a la clase media. Ese es el camino más seguro a la erosión de la base de sustentación de cualquier régimen, aun sea consensuado.

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