Pablo A. Fernández Sánchez – África en América

Pablo A. Fernández Sánchez – África en América

Haití fue uno de los primeros países americanos en independizarse. Lo hizo en 1805 tras el levantamiento de una población abrumadoramente negra, de origen africano, con ansias de futuro. Desde entonces ha conseguido el récord de situarse entre los pobres de los pobres. Ninguna de sus cifras se parece siquiera a su competidor más cercano, Bolivia, que duplica su renta per cápita. El resto de estadísticas sólo son comparables con algunos países africanos.

El ochenta por ciento de los niños menores de seis años sufren enfermedades, como malaria, diarrea o tuberculosis. Pocos haitianos tienen acceso a servicios médicos, su esperanza de vida se sitúa en los 50 años, el desempleo y subempleo alcanzan al ochenta por ciento de la población, sus analfabetos se cuentan por millones (en todo el país son casi cinco millones y medio).

¿Se debe todo esto a la falta de recursos naturales o a una geografía alejada de los círculos de poder? El país vive de las remesas de sus emigrantes y de la caridad internacional, pero sus dirigentes se pavonean en los circuitos lúdicos más importantes del mundo y muestran su ostentosidad más odiosa. La corrupción llega a límites insospechados. Por tanto, debe haber algunas complicidades con tanta corrupción.

En 1982, el presidente Reagan tuvo la iniciativa de ofrecer un Plan Marshall y una relación política tipo Puerto Rico. Sin embargo, esta iniciativa se quedó en un discurso que no prosperó en el Congreso norteamericano.

Cuando Aristide, el recién dimitido (¿depuesto?) presidente de Haití, alcanzó el poder en 1990, en unas elecciones democráticas, supervisadas por la comunidad internacional, llegó la esperanza. Era el llamado «cura de los pobres». El sacerdote, seguidor de la teología de la liberación, se coló en el alma de los haitianos y tuvo el respaldo de la ONU, de la OEA y de Caricom. Su legitimidad estaba asegurada. El apoyo de los más ricos, también.

A los pocos meses de iniciar su mandato (juró su cargo el 7 de febrero de 1991), ya tuvo respuesta militar en los cuarteles. Hubo levantamiento del general Cedras, quien obligó a Aristide a exiliarse. Pero estábamos en 1991, dos años después de la caída del Muro de Berlín. Y la sociedad internacional, emocionada por sus mejores años de consenso. Por eso, Naciones Unidas tomó cartas en el asunto de forma inmediata.

Eran años en los que se hablaba de «intervención o injerencia humanitaria». En el caso de Haití se llegó a hablar incluso de «intervención o injerencia democrática». Un presidente legítimamente elegido no podía ser derrocado fuera de la urnas. Y, para ello, la comunidad internacional institucionalizada intervendría.

La ONU, siguiendo sus normas establecidas en el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, estableció un embargo comercial, universal y obligatorio, que incluiría la energía, el bloqueo de fondos económicos y financieros y la imposibilidad de llegada de remesas de los emigrantes o de la ayuda internacional que no fuera estrictamente humanitaria.

El país quedaría, pues, a merced de las Naciones Unidas. Luego serían contingentes militares, organizados por la ONU, los que obligarían al general Cedras a reponer al legítimo presidente de Haití. Después hubo observadores civiles y militares, nuevas elecciones democráticas, nuevas intentonas de levantamientos. Aristide, en el poder, se volvíó despótico, corrupto. Se enamoró del lujo y se olvidó de los pobres. Disolvió el Ejército en 1994 y quiso quedarse con el país, al más puro estilo de los anteriores dictadores a quienes él había combatido, los Duvalier.

El 5 de febrero pasado, la oposición, armada hasta los dientes, comenzó la conquista de territorio bajo su control hasta la caída de Aristide. Y la ONU no se ha mostrado tan diligente como en la pasada década.

Es verdad que las circunstancias han cambiado, sobre todo la actitud de Estados Unidos respecto a las acciones multilaterales. Sin embargo, Haití podría verse envuelta en una lucha de consecuencias humanitarias impredecibles.

Para resolver conflictos de este tipo, aunque sean internos, está el Consejo de Seguridad, única institución internacional que, por su naturaleza permanente, puede ser reunido en cualquier momento. Por eso, me alegro de que, además de las actuales «conversaciones informales», auspiciadas por Estados Unidos, poderoso vecino de Haití, y a pesar de que Estados Unidos ya haya enviado unos 500 marines, en misión de paz, sin esperar una Resolución del Consejo de Seguridad, éste haya decidido, finalmente, autorizar el envío de tropas.

En esta ocasión, no había ningún problema en un caso tan claro, por razones humanitarias, de intervenir para evitar una masacre. Lo hace, además, a instancia del nuevo presidente en ejercicio de Haití, Boniface Alexandre.

Por eso me alegro de que se haya vuelto a la legitimidad institucional, y el Consejo de Seguridad haya decidido autorizar el envío de una Fuerza Multinacional Interina que contribuya a pacificar la zona.

¡Ojalá suponga una vuelta al respeto del Derecho Internacional y a la ensoñación de que otro mundo es posible! ¡Ojalá no sea sólo una tirita en la inmensidad de las heridas de este pueblo olvidado! (Diario de Cadez)

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