Fuente externa.
Si seguimos así, en pocas generaciones seremos un país de sordos. El oído se pierde paulatinamente con la exposición permanente a un exceso de decibelios, y lo peor: la pérdida es irrecuperable.
En una calle peatonal de Bourdeaux, me paré como sobresaltada entre el gentío a escuchar atentamente algo extraño, y eran las pisadas. En un restaurante de Ginebra la maître suiza debía acercarse a mi oído si de verdad quería que escuchase sus sugerencias, pero aquí no. Dos amigos se intercambian saludos voceados de uno a otro lado de la calle como si nada. Y si es un grupo hablando de política o de pelota, las voces se escuchan a dos esquinas.
El éxito comercial del colmado de la esquina de mi casa debe radicar en lo alta que tiene la música, y a nadie parece importarle, al contrario, las señoras entran a comprar sus cosas, los muchachos los dulces y los hombres juegan dominó en la puerta, gritando claro, para entenderse.
Los choferes pegan bocinazos y gritan improperios a diestro y siniestro, y los cobradores de guagua vocean su lugar de destino. Y lo orgulloso que va el joven con un ¨musicón¨ en su carro incluso levanta el portón de atrás para que todo el mundo lo escuche. Pero si hasta en mi propia casa, el radio parece que va a reventar y entonces se confunde con el de la vecina, y por si fuera poco alguien conecta la televisión. Todo el mundo contento.
Sin embargo, no es por capricho que en países civilizados los trabajadores expuestos a demasiados decibelios tengan obligatoriamente que usar cascos bloqueadores para sus oídos. Y es que, señores, como decía al principio, la capacidad auditiva que se pierde no se recupera jamás. Si seguimos así, pronto seremos un país de sordos.