Paísbajotierra

Paísbajotierra

Cuevas para ponerse
Hay cuevas en las que uno entra, se desplaza, camina, trepa, baja, se desliza, se descuelga y se mueve uno a su antojo. Son esas las grandes cuevas, y a veces ni tan grandes, pero espaciosas, holgadas, cómodas para explorar.

Pero también hay otras en las que uno no entra, ni se descuelga ni baja. Esas cuevas uno se las pone. Así como se pone uno un pantalón o una camiseta. Uno se las pone, así como suena.

Son aquellas cuevas estrechas en las que penetrar es como recorrer a la inversa el trecho uterino aquel por el que vinimos y que no todos recordamos. Cuevas que hasta el nombre les queda grande, porque en realidad en la clasificación de las cuevas cargan con la denominación de espelunca.

Esas son las cuevas definitivamente no aptas para cardíacos, ni para claustrofóbicos, ni herpetófobos ni cualquier otra fobia relacionada con animales, insectos, altas temperaturas, humedad, sucio, etc. Es en esas cuevas donde se sabe quién va a ser espeleólogo o espeleóloga de cuevas, porque sépase que hay espeleólogos de gabinete, pero para esos no hay diversión.

“Ponerse” una cueva de esas resulta a veces un gran aprieto, en toda la extensión y anchura de la palabra. Porque ocurre que a veces uno entra en la cavidad, pero luego no puede salir, a menos que sea con ayuda. Es por eso que la espeleología no es una disciplina para solitarios, porque fácilmente se queda uno en una espelunca de esas hasta que sé es flaco… demasiado flaco y seco ya para poder salir por propias fuerzas.

Sin embargo, tiene su encanto. “Ponerse” una cueva de esas estrechísimas tiene su encanto, por varias razones. La primera es que algunas veces esos pasos “rayapechos” conducen a uno a espacios enormes por primera vez pisados y que siempre habían sido desechados por la “imposibilidad” de su acceso.

La segunda razón es quedarse sin dudas. Es decir, resulta mortificante que uno no complete el recorrido de una espelunca por seguir el paso más amplio. Luego uno se acuerda de la espelunca estrecha y le asalta la duda: ¿se abriría luego? ¿Llevaría a una cueva mayor e inexplorada? ¿Encontraríamos ahí la gran cámara de los cristales gigantes? Esas interrogantes no dejan vivir a uno y podrían acompañarle hasta que uno no puede moverse más.

La tercera razón es el desafío: continuar y continuar hasta donde ya no es posible. Entonces comenzar a retroceder sin poder dar la vuelta… y el arnés que se engancha en una arista, y el ruedo del pantalón que se agarra con una roca, y una rata que aparece mirándonos fijamente como cantando infantilmente; “lelo, lelo, yo tengo rabia y te la pego, yo tengo tétano y muerdo…”, y así por el estilo.

Ahora, quedarse atorado es otra cosa. Tiene su encanto, pero es un encanto que uno lo disfruta mucho después, a la hora de las cervezas o las “pepsicolas”, por ejemplo. Porque lo que es en ese mismo momento, el momento del atoramiento, nadie lo disfruta, mucho menos si hay órganos muy sensibles sufriendo.

A veces se atora hasta el casco, pero no sería nada el atoramiento (como me ocurrió hace años) si no implicará que un brazo se queda atorado también y pegado a la llama de la carburera… ¡eso duele!

Lo que debe quedar claro es que meterse, o mejor dicho, “ponerse” una cueva estrecha en el cuerpo no es solamente diversión, también es descubrimiento y ciencia, y es algo reservado para espeleólogos con cierta característica: la maravillosa escasez de carne.

Informacion sobre cuevas dominicanas ver: asambleanacionalambiental.blogspot.com   

Publicaciones Relacionadas

Más leídas