Palabras para Jacinto

Palabras para Jacinto

R. A. FONT BERNARD
El notabilísimo intérprete de la música culta, y a la vez reconocido historiador Jacinto Gimbernard Pellerano, se ha manifestado “dolido” e “indignado” (“Los daños de Font Bernard”, HOY, 20 de agosto), en una urticante crítica a mi artículo titulado “Los mitos históricos”, publicado el día 13 del precitado mes. Una crítica a mi convicción de que, en el bautismo de nuestra nacionalidad, los dominicanos no tuvimos la fortuna de tener un padre fundador, par con el José Martí que en el Manifestó de Montecristi se adelantó en más de un siglo a la ocurrencia de los acontecimientos que en la actualidad conmueven a nuestra sociedad contemporánea, refiriéndose al “equilibrio aun vacilante del mundo”, ni tuvimos al Simón Bolívar que en el Congreso de Angostura propuso la creación de un cuarto poder, “el poder moral, que vele por la educación de los niños, sobre la instrucción nacional, y que purifique todo lo que se haya corrompido en la República”.

Es obvio –valga el aclarando a favor de los jóvenes trinitarios–, que el proyecto separatista de Haití sobrepasaba sus actitudes y sus posibilidades dentro del marco de una sociedad que para entonces vivía en un nirvana político, social y económico. Por ello, es válida la opinión del licenciado Rafael Augusto Sánchez, cuando señaló que “la Separación fue la obra de un sentimiento, y de un instinto, no de un pensamiento”.

Mi referencia a la exclamación atribuida a monseñor Meriño, cuando se le encomendó el panegírico del patricio Juan Pablo Duarte, al ser retornados sus restos mortales al país, en 1884, es una versión atribuída por el doctor Francisco Moscoso Puello a su padre Juan Elías Moscoso, quien fue un soldado de la Independencia, y por consiguiente, un contemporáneo del Padre de la Patria.

Mi personal percepción de que Duarte decidió permanecer en su voluntario exilio de Venezuela por cerca de veinte años estuvo justificada por su concepción idealista de la independencia nacional. Se consideró frustrado por la conducta asumida por la mayoría de sus discípulos de la sociedad patriótica La Trinitaria, quienes durante los dieciséis años de existencia de la Primera República, se mantuvieron pendulando entre el autoritarismo del General Pedro Santana, y la demagogia criolla, personificada por Buenaventura Báez.

Me lastima –como ha de lastimar las fibras patrióticas de mi ilustre crítico–, admitir como admito por su rigor histórico, la exclamación admirativa del patricio Francisco del Rosario Sánchez, en admisión de la proceridad del general Santana como el creador de nuestra nacionalidad. Dos años antes, el general Santana había fusilado a su tía María Trinidad, en coincidencia con el primer aniversario de la República.

El idealismo de Duarte fue cambalacheado por la actividad política partidarista, conforme lo confirma la inconsistencia de Sánchez, convertido en un porta estandarte del “baecismo”. Fue esa filiación la que aprovechó el general Santana para ordenar su fusilamiento en El Cercado, tras la consideración de que el prócer trinitario estaba en connivencia con el Presidente haitiano Fabré Gefrand para favorecer la retirada de los españoles de la parte Este de la isla, y con conmitantemente apoyar el retorno al país del caudillo “rojo”. Y ¿no fue precisamente Sánchez quien, cediendo al autoritarismo del general Santana, figuró como fiscal acusador del general Antonio Duvergé?

La historia puede ser maquillada para favorecer la credibilidad ciudadana en la virtualidad de nuestros magnos acontecimientos históricos. Pero no demeritando su intrínseca virtualidad. Y ha de ser admitida como una realidad histórica que los acontecimientos de febrero del 1844 fueron una sacudida de la hispanidad, y no una manifestación de nacionalismo. Esto quedó demostrado cuando tras la proclamación del 27 de febrero, los protagonistas de ese acontecimiento no sabían donde estaban ni qué hacer con la libertad recién conquistada. Fue precisamente Sánchez el primero en suscribir la resolución de la Junta Gubernativa, el 8 de marzo, mediante la cual se negociaría un acuerdo con Francia, para que esa nación protegiese la independencia nacional a cambio de sacrificar la codiciada península de Samaná.

La historia y la leyenda no coinciden en la misma ruta. Y si leyenda es el “Mio Cid”, anónimo del siglo XII, como leyenda hay que conmemorar el absurdo religioso conforme al cual en la supuesta batalla del Santo Cerro, la Virgen de Las Mercedes favoreció la causa de los españoles, quienes inclusive, utilizaron perros amaestrados en la exterminación de los indios.

El propio don Bernardo Pichardo, más literato que historiador, narró a su manera la batalla del 30 de Marzo, en la que escribió poéticamente, “las aguas del río Yaque se enrojecieron con la sangre de los haitianos, mientras los patriotas dominicanos solo contabilizaron un contuso”. Hermosas leyendas, propias para los concursos literarios, utilizada reiterativamente por nuestros oradores decimonónicos.

Si el historiador Gimbernard lee desapasionadamente el “Acta de Separación” del 16 de enero del 1844, observará que en la redacción de la misma no se incluyó un propósito nacionalista. Fue una reacción contra los agravios de los haitianos para los habitantes de la parte Este de la isla; “por el atropello a la iglesia Católica; por la confiscación de los bienes pertenecientes a los familiares ausentes por la eliminación de las traducciones pertenecientes al pasado hispánico del pueblo”; y sobre todo, por la obligación impuesta a los dominicanos, para que participasen en el pago de la deuda que Haití había asumido con Francia, como consecuencia del reconocimiento de esa nación, de la independencia haitiana.

De igual manera, hay que admitir históricamente que la Guerra de la Independencia, no fue un movimiento popular, como sí fue la de la Restauración, dirigida por hombres salidos del anonimato, la mayoría de ellos analfabetos. Y es que, contrario a la hazaña del 27 de febrero del 1844, ya para el año 1863, el concepto de la nacionalidad estaba penetrando en el seno del pueblo. Aparte de que un movimiento de defensa, contra la amenaza para la economía tabacalera del Cibao, que suponía los interese monopólicos españoles.

Acojo cordialmente los reparos que me ha formulado el historiador Gimbernard, con mi justificada reserva de no saber por qué relaciona mi opinión relativa a los mitos históricos con mi juvenil participación en la etapa de la decadencia de la dictadura de Trujillo. En ella tuve el privilegio de asimilar las experiencias de funcionarios irrepetibles, que respondían a los nombres de Arturo Peña Batlle, Virgilio Díaz Ordoñez, Jesús María Troncoso Sánchez, Víctor Garrido, Ramón Emilio Jiménez y Joaquín Balaguer. Circunstancialmente fui integrante del coro adulador del régimen, que Gimbernard calificó como “si se tratase de la etapa de los faraones egipcios, los césares romanos, y los remotos y fantásticos gobernantes del oriente”. En esa etapa de abyección coincidí con su padre, el periodista Bienvenido Gimbernard, quien se distinguió como de uno de los más enfervorizados panegiristas del “Padre de la Patria Nueva”, en las lujosas ediciones de su revista Cosmopolita, económicamente patrocinada por el dictador.

El propio historiador Gimbernard admite en su libro titulado “Trujillo, un estudio de la dictadura”, que “el Generalísimo obligó al pueblo a mostrar por las insignias nacionales –el himno, el escudo, y la bandera–, un respeto de una magnitud nunca conocida en el país”. Un implícito reconocimiento de que en la República que Trujillo recreó a su imagen y semejanza, impuso la veneración por los ideales trinitarios, lamentablemente prostituídos en la presente etapa de la democracia inorgánica, en la que unos extranjeros cualquiera se han considerado autorizados para calificarnos como los habitantes de “un estado fallido”.

No soy quien para polemizar con el erudito historiador y excepcional intérprete de la música culta que es el amigo Jacinto Gimbernard. Y en reconocimiento de su indignación por mi irreverencia histórica, le prometo solemnemente, que en lo sucesivo, me acogeré a la advertencia del general Lilís, conforme a la cual “no se deben mover los altares para que no se caigan los santos”. Con la particularidad de que son pocos los santos históricos a los que se justifica reverenciar, en un país, que solo existe en la imaginación poética del doctor Pedro Mir.

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