Pandillas incontrolables

Pandillas incontrolables

Carmen Imbert Brugal

La violencia pervive con distinto ropaje y narrativa diferente, con titubeos y sin respuesta. Necesita sociología, trascender la opinión ágrafa e intimidante, sin miedo a la ley, auspiciadora y cómplice del crimen. Es constante el blablá, la repetición de causas y la aplicación de placebos infantiles. Los avisos de tormenta son innecesarios porque los efectos del tornado son más que contundentes. Los pandilleros actúan incontrolables, perciben su invulnerabilidad ante la patrulla que teme la emboscada del callejón. Solo el disparo los aquieta, aunque los retoños reverdecen de inmediato. En las cárceles no hay espacio y, además, desde esos inmundos almacenes delinquen con más tranquilidad.

Mientras el optimista ministro de Interior y Policía continúa con sus arengas altisonantes denunciando el horror encontrado, repitiendo cifras que solo aquietan al oficialismo e insiste en la cruzada para la reforma de los agentes dañados, los matones celebran entre el humo del vapeo y con ráfagas al aire, la hazaña del momento. Ninguna restricción aplica. Cada día se multiplican las tiendas con la oferta de productos proscritos, las esquinas, parques, colmadones, escuelas son territorio libre para venta y consumo de sustancias prohibidas. Desaparecen libretas y lápices en las aulas, suplantados por armas. Maestros y directoras describen la situación clamando al cielo y pidiendo sustituir el patrullaje que da vueltas olisqueando sin saber qué hacer.

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La Guáyiga y Los Tres Brazos, como arquetipos, son botones del muestrario. Capotillo es zona de tolerancia, con una de sus calles convertida en folklore rentable. Reinado de los gestores de plataformas digitales que avalan el caos sin consecuencia y logran los elogios de la impotencia.

Casualidad intrascendente para la frivolidad, pero vale decir que el número de la emblemática vía, lugar donde se exhibe un sombrío espectáculo que ratifica la impunidad imperante, recuerda la pandilla que dirigía el brigadier Trujillo, antes de convertir en asunto de estado la violencia. “La 42” era el nombre que identificaba a los delincuentes que imponían su voluntad a sangre y fuego bajo las órdenes del “jefe”. De la 42, pasamos a “La Banda Colorá”, ese Frente Democrático Anticomunista y Antiterrorista con sus asesinos transformados en próceres.

El país funciona acorde con la calificación que convierte a Latinoamérica y EL Caribe en la región más desigual y violenta del planeta. La “Estrategia Integral de Seguridad Ciudadana” no ha funcionado. Procede reiterar que la violencia no conmueve a los estamentos cívicos. Indiferentes con asuntos fuera de su agenda, no organizan convivios para denunciarla. Temen manchar sus inmaculados hábitos, ignoran la sangre porque asumen que son ajenos a su secuela.

La violencia ha sido fundacional en la República, sus matices permiten la justificación y el disimulo. Matar por convicción, en nombre de ideales, matar por negocio. Del crimen político al común la confusión perdura. El pandillerismo insolente vence el intento de una autoridad turulata, pendiente de redes sociales, cautiva de la improvisación. Autoridad confiada en la fugacidad de las informaciones con el recuento cruento y en la manipulación adecuada de los hechos. El desborde es peligroso. Con tantos tiroteos, podría sucumbir la retórica triunfalista.

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