UNO
¡Prostituta! ¡Ramera! Todos los dictadores de nuestra historia ancilar la han estuprado. Casquivana y lengüetera, solo ha servido para legitimar fracasos. Un día, la mentada, se fue de juerga con un hombre bueno. Se llamaba Leoncio Ramos. Juez de provincia, una figura pequeña del bestiario político dominicano. Su prosapia y nombradía venía de estrujarle en la cara a Horacio Vásquez el afán continuista que lo había llevado, primero, a la prolongación de su mandato; y, segundo, desvirgando a la mentada ramera, a postularse para la reelección. Fue una gallardía antológica la que le enrostró al que entonces se creía “La virgen de la Altagracia con chiva”, el inefable Horacio. Y el hombre bueno que se fue de juerga con la mentada, terminó apoyando las múltiples reelecciones de Trujillo. De la ambición de Horacio Vásquez surgió el trujillismo, y la prostituta, la casquivana, se fue al carajo.
DOS
Es puta de nacimiento. Y no le importa que sus amantes de turno la abandonen. En la cama se contornea y hace falsos aspavientos de satisfacción. Incluso, la mentada, simula orgasmos de magnitud sísmica, y la enorgullece el porte marcial de quien la corteja. Santana rodeó el congreso, en el 1844, y la violó sin piedad. Era un ser montaraz, acémila, peón de cuadrilla, capataz, dueño del Hato. Se la ciñó al cuerpo y la poseyó como un salvaje. En la historia dominicana los gobernantes la han mancillado con tales bríos y una y otra vez vuelve a levantarse. Él mismo, Santana, hizo nacer dos y destrozó cuatro. ¡Ramera! La han obligado a amoldarse, a las ambiciones, a los designios más oscuros del poder, a la diatriba que finge ser un discurso solemne, o al bicornio del dictador que la humilla.
TRES
Incluso en los casos en los cuales la mentada es una hechura propia, es utilizada como una propiedad exclusiva de su mentor. Buenaventura Báez hacía de ella lo que le venía en ganas. La reformaba y la desconocía según las circunstancias particulares de sus intereses. Y luego la pateaba, sin ninguna congoja, abanderado del fervor continuista que lo consumía. Cinco veces lo hizo. Y otras cinco Santana. Ulises Heureaux dormía con ella bajo el brazo, y si iba al baño se la llevaba. Trujillo la mancilló con violencia, se la zurció en los pantaloncillos, y ella y él protagonizaron un largo romance. Joaquín Balaguer la descuajeringó pregonando a pleno pulmón que apenas era “un pedazo de papel”. Pero la usaba, se acostaba con ella y la preñaba. En su nombre hacía aquellos discursos ciceronianos tejiendo filigranas sobre la ley y el derecho. Luego, la olvidaba. Leonel Fernández la cortejó solícito, y le construyó un regazo. Incluso la amó. Labró un modelo ideal, nos hizo creer en su grandeza y esculpió la estatua de la mentira. Antes de un año la interpretó y quería violarla. Hipólito Mejía la relajó de soslayo. Se empecinó con su rostro, le tomó la cintura, y, ¡puta al fin!, se desgonzó en los brazos del “guapo de Gurabo”. Hasta que llegó el más cínico, el más mediocre de sus amantes: Danilo Medina. Juró y juró que él era distinto. Dejó rodar dos gruesos lagrimones calientes sobre sus mejillas, y la mentada se tongoneó, se ilusionó, se culipandeó. Pero el tipo era un bergante, y la engañó.
CUATRO
Las veleidades de la mentada, sin embargo, no son de su exclusiva responsabilidad. Hay un bestiario político que la invoca, la corteja y la viola. ¡Prostituta! ¡Ramera! ¡Todos los dictadores de nuestra historia ancilar la han estuprado!