El próximo domingo se sabrá si finalmente la ultraderecha xenófoba y racista asume el poder en la Francia del grito de Libertad, Igualdad y Fraternidad, forjadora del ideal socialista, uno de los países más emblemático de Europa y de mayor tradición de lucha por la democracia y la libertad en sentido lato. Esa circunstancia levanta profundas preocupaciones sobre el futuro de ese país como nación y sobre el tema de la geopolítica no sólo europea, sino mundial. El nubarrón que amenaza el cielo del mencionado país ha producido en un sentimiento de sólida, amplia y generosa militancia en diversas corrientes políticas para evitar que este termine en tragedia y también por la defensa de la democracia.
Ante el significado del triunfo ultraderechista en las elecciones legislativa del pasado 30 junio, sectores de la derecha tradicional han sido esencialmente categóricos al plantear la articulación de un sólido bloque que vaya desde ese sector hasta todas expresiones de la izquierda francesa para impedir que el partido del odio se convierta en gobierno nacional. Lo mismo se dice desde la izquierda y de los sectores más responsables del centro: ni un solo voto perdido, todos contra la derecha extrema y votar por el candidato mejor situado para la segunda vuelta del próximo domingo. Y es que el ímpetu del avance de las fuerzas contrarias los derechos sociales y políticos obliga a una alianza política cuya amplitud era impensable varias décadas atrás.
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Esa confluencia política es ineludible si realmente se quiere impedir que gobierne ese país el antiguo Frente Nacional, fundado por un neofascista, el padre de Marine Le Pen, y un ex SS nazi. Para “blanquearlo” y “normalizarlo”, aquella lo rebautizó con el nombre de Reagrupación Nacional. En el contexto de una estrecha amistad con la Rusia de Putin y otros sectores de la ultraderecha mundial, ese partido ha recibido préstamos de bancos rusos y húngaros para financiar sus actividades. Por tanto, su ascenso al poder resultaría en extremo peligroso para la Unión Europea, porque Francia, junto a Alemania, constituye un pilar fundamental de esa unión de países. El peligro se acentúa por el posible ascenso al poder de Trump, amigo de Le Pen y pieza clave de la internacional ultraderechista.
Pero, el tema no es sólo de geopolítica, se trata del destino del sistema democrático, de la supresión de derechos y del predominio de sistemas políticos basados en la arbitrariedad. Parece que la democracia ha perdido su Hada protectora, como dice Raffaelle Simone. Los ejemplos abundan. En EEUU, Trump se blindó integrando un Tribunal Supremo con jueces ultraconservadores para protegerse de sus irrefrenables desafueros. Al ser imputado de numerosos delitos, ese tribunal acaba de evacuar una sentencia que le otorga impunidad de tal amplitud que en su voto disidente sobre esa sentencia, las juezas de ese organismo Sonia Sotomayor, Elena Kagan y Ketanji Brwon Jacson, expresan que esta “daría inmunidad por asesinatos, sobornos y golpes de Estado” a cualquier presidente de ese país.
En Italia un partido de raíz neofascista en el poder impone el pensamiento único en las esferas de la cultura, de los medios de comunicación del Estado y desmonta de derechos fundamentales, Milei en Argentina suprime derechos y conquistas de las mujeres, los trabajadores y los pensionados, con el bolsonarismo Brasil vivió diversas tragedias. Es el espejo en que han mirarse todo aquel que crea en una real gobernabilidad democrática, quizás sean esos trágicos ejemplos parte de las razones que explican la amplitud de la alianza que proponen las fuerzas progresistas y de derecha tradicional francesas. Saben que la coyuntura que vive su país tiene un contexto internacional sumamente desfavorable que podría agravarse dependiendo de lo que suceda el domingo próximo.
Finalmente, de improviso, quizás no tanto, estamos ante un tema nunca pensado o por lo menos sistematizado: las fuerzas progresistas y de izquierda se encuentran en una coyuntura nueva en la larga lucha por la democracia, en una batalla en que en determinadas situaciones y/o países, para sobrevivir, están obligadas a darla junto a sectores de la derecha conservadora, lo mismo sucede a éstas últimas con relación a aquellas. Ironía de la historia, una de tantas. En su momento, las fuerzas progresistas y de izquierda fueron las más decididas impulsoras de la democracia, pero se perdieron en el camino, no entendieron que para la rentabilidad política de sus luchas ese escenario era clave.
No asumieron la advertencia/propuesta de Gramsci de que la lucha por la hegemonía de las ideas era el mejor y único camino para producir transformaciones sociales viables y sostenibles. La historia le dio la razón. Hoy hemos llegado a tal punto de complejidad del mundo que no tenemos claro el camino. Pero sí está claro que cualquier orden social con un mínimo de estabilidad y seguridad tiene que ser la negación del que propone la ultraderecha y en el camino hacia ese orden, en determinadas circunstancias, habrá que hacer alianzas tan inéditas como imprescindibles. Un nuevo tema de reflexión, no sólo para detener la bestia de la intolerancia, sino sobre un orden social que sea además de deseable, posible.